UN SONIDO SOLAR EN SU VENTANA La hermosa mujer dorada de la foto - TopicsExpress



          

UN SONIDO SOLAR EN SU VENTANA La hermosa mujer dorada de la foto está limpia de arrogancias y plagada de ternura. Hay en ella una noble vanidad que se comprende si se amplía la perspectiva. Esta tranquila jactancia es con toda seguridad la niña que le acompañada. La niña es testigo, aunque ahora todavía no lo sepa, de la vida de la madre. La hermosa mujer dorada no mira, se deja mirar, aunque más bien incitando a que miren sobre todo a la niña. La niña es la definitiva prolongación de sí misma, de la hermosa mujer dorada, que apacienta este momento de la niña en una playa de piedras en la que la mar se ha desvanecido para dar paso al esplendor de la madre y de la hija. La hermosa mujer dorada sonríe. Pero no sonríe sólo con la seducción de su boca, su sonrisa tiene la vocación de la mar que no se ve pero que sin duda está cerca. Es una sonrisa que no se congela en la celebración momentánea de este instante, es una sonrisa que incrementa los ojos de hembra que carece esta vez de asomo de malicia, se aposenta en la redondez incipiente de sus pechos que serán probablemente grandes, en la mínima expresión de un muslo perfecto, y en el brazo que se extiende por detrás como queriendo proteger la indudable felicidad de la niña. La hermosa mujer dorada pastoreará siempre la vida de la niña, aunque ella tampoco sabe todavía que la niña emergerá pasados no muchos años en un mensaje diario desde el que pastoreará a su vez la vida de la madre. La hermosa mujer dorada y la niña han hecho de la costumbre de amarse sin silencios una expresión calmada que surte sobre todo de luz a la madre. La hermosa mujer dorada no mira, se muestra. Quien mira es el hombre que desde la alta noche lejana en el tiempo y la distancia inunda su mirada con la mirada de la hermosa mujer dorada, mientras la ciudad duerme a sus espaldas. La hermosa mujer dorada irrumpe sin cesar en la vida del hombre que perdió la inocencia cuando ella dejó de ser un enigma para calmar su sed, la del hombre y quien sabe si también la propia, la de la hermosa mujer dorada que nutre con su sola existencia ya la vida de ambos. El hombre suele habitar la noche encallado en una soledad perpetua desde la que mira, ahíto de mirar, a esta mujer dorada en todas las denominaciones que ella le ha ido mandando y que él espera como esperaban las mujeres de los guerreros antiguos los barcos que de vez en cuando iban llegando a puerto. El hombre a veces piensa, haciendo una pausa en este mirar que escruta a la hermosa mujer dorada, en una novela moraviana que hace tiempo leyó, L’umo che guarda, donde un hombre se vive siempre mirando. Pero el hombre moraviano tiene la mira concreta del erotismo cálido y poco más. La mirada de este hombre nocturno que mira a la mujer dorada es una mirada que multiplica los ámbitos de ella. La mira ahora en una playa que parece carecer de clemencia, pero también la mira a ciegas estirando brazos y piernas y saliendo de la cama, ve la arrebatadora belleza de su cuerpo entero y desnudo bajo el agua de la ducha, la contempla en la promesa del café de las mañanas, se sabe de memoria sus pasos abandonando momentáneamente la casa camino del día, la ve volver otra vez a sentarse frente a las sílabas que construye o la esperan, asciende con ella a la gloria carnal de sus siestas, se deja poseer por la redonda dulzura de su asombro ante los versos de ella que nacen también del perfil alargado de la tarde, la presiente pararse en ocasiones y bucearse dentro como preguntándose más con melancolía que con intriga, como si su vida fuese un jardín quemado y se pareciese un poco a la muerte (de vez en cuando un hombre aparece en su agonía y ella lo dice), la ve en la mirada las ganas de apalabrar las palabras con alguien y lo hace, pero son palabras capicúas de tanto repetirse en el teléfono de otras mujeres, otras mujeres que no son como ella ni se le parecen, ella tantea con frecuencia y casi con obstinación posibilidades y horizontes, piensa que no se merece el granizo de un mundo que muy pocas veces obedeció a sus sueños, luego la tarde sin sucesos aparentes se estremece a las cinco y media con la llegada de la niña de la playa que concuerda perfectamente con la belleza de ambas, jamás habrá crepúsculos desolados, piensa ella, mientras ella y la niña resistan el paso del tiempo, mira a la niña, mira a su hija y parece, le parece, que ella ya ha perdido importancia, o que esta ha crecido de repente cobrando más sentido. El hombre que mira a la hermosa mujer dorada la ama. Cuando la mira con la mínima distancia de su amor infinito le dan ganas de abrir las ventanas y despertar a la gente, a los bienpensantes que aún pueden dormir, y gritar que se están fraguando besos dentro, besos que tienen una vida corta, menos que las mariposas, besos que duran solamente unas horas y luego han de volver a la sombra de una ausencia larga, pero besos que son dentelladas gozosas que dejan una estela de esperanza porque siempre llevan escrito su compromiso de vuelta. El hombre que mira a la hermosa mujer dorada sabe que ella no será jamás lejana cintura del olvido, por eso declina su nombre innumerables veces esta noche y mañana cuando amanezca, lo hace con tanto amor que casi se le rebela una algarabía en los labios y una bravura inmensa, sabe que su amor no está hecho de escombros sino de más amor todavía, el amor de ella que se suma, el amor de ella tan asimilable como goloso de compartir con los amigos y vecinos, pero este amor a él le provoca una dulcedumbre certeza, sabe ya desde que ella le ama que aunque los río jamás dan la vuelta, nunca caminará más malherido hacia la nada. Ahora sabe que debe remar contracorriente porque ya no tiene el corazón deshabitado.
Posted on: Thu, 12 Sep 2013 07:10:47 +0000

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