cija, lo que no conocimos.... lo que perdimos.... D. Ramon Freire - TopicsExpress



          

cija, lo que no conocimos.... lo que perdimos.... D. Ramon Freire Galvez (Edición 2.004) HISTORIA DE LOS NIÑOS DE ECIJA. CAPITULO CUARTO. Prosecución de la causa acerca del secuestro cometido con Ríos.- Prisión de doña Claudia y su hija por sospechas de complicidad con los Niños de Ecija.- Amores de la presa María con el oficial don Adolfo de Medina.- Viaje del procurador don Anacleto a la Sierra. Toda la noche la había pasado el juez de Córdoba en serias reflexiones acerca de la complicidad de doña Claudia y su hija con los bandidos de la Sierra; y pesados los graves indicios que contra ellas resultaban y las observaciones casi convincentes que le habían hecho don Juan Antonio de los Ríos, le persuadieron que no había la menor duda en que dichas señoras eran unas ocultas queridas de los ladrones, pues para vivir con tanto lujo sin saberse el modo de sostenerle, era preciso que mediara aquella criminal circunstancia. En esta convicción, y juzgando hacer méritos para lograr algún ascenso con los descubrimientos que imaginaba hacer, se propuso reducir a prisión a madre e hija, pero de un modo tan público y poco decoroso, que pudiera llegar a oídos del gobierno, que tan interesado se hallaba en el exterminio de aquella famosa cuadrilla de malhechores. En efecto, al siguiente día, acompañado de un escribano, algunos corchetes y un piquete de tropa, se presentó en casa de Doña Claudia y la embargó cuanto poseía, inclusos los diez mil reales que la noche anterior la había entregado su procurador, cantidad que no pudo menos de llamar la atención del señor juez y corroborar sus sospechas. Concluido el embargo, se las hizo saber que se dispusieran para ser conducidas a la cárcel pública a responder a los cargos que contra ellas resultaban. Las dos señores, aturdidas, llenas de asombro y cubiertas del más amargo llanto, no podían atinar las causas que motivaban tan cruel procedimiento; pero ni sus abundantes lágrimas ni su extremada aflicción fueron bastantes a contener la disposición del juez, que juzgándolas criminales, estaba decidido a todo trance a llevarlas a la pavorosa mansión destinada para castigo y seguridad de los criminales; así sucedió que doña Claudia y su hermosa hija fueron conducidas a la cárcel pública. El pueblo, que estaba a la puerta atraído por la novedad de ver entrar a la justicia en la casa, siguió a las prisioneras, comentando cada uno, según su modo de ver, las causas que habían dado margen a aquella terrible medida. El oficial de la escolta se hallaba conmovido del dolor más profundo. Adolfo, que así se llamaba el oficial, no pudo menos de rendir su corazón a las gracias encantadoras de la angelical María, a quien no podía creer manchada con ningún género de delito; su llanto, puro como el de las almas inocentes, la hacía parecer más hermosa, aumentando los hechizos de su pálido rostro, en que se miraban grabados el candor y la inocencia; todo esto, unido al sensible corazón del joven oficial, le arrastraron a amar hasta con delirio a la inocente presa que había visto por primera vez y amenazada de la más oprobiosa ignominia; pero Adolfo, cuyo corazón le anunciaba su inocencia, juró en sus adentros consolarla y defenderla con cuantos recursos estuvieran en su mano. Llegadas a la cárcel se las puso incomunicadas y en distintas habitaciones, rigor que aumentó más su aflicción y de tal modo que no fue posible tomar las declaraciones hasta el día siguiente, en razón al estado delirante en que una fuerte calentura las había puesto. Adolfo, que se quedó de guardia en la cárcel, no se separó un momento de la que ya podemos llamar su amada, pero ella no conocía a nadie de los pocos que la rodeaban. Al anochecer de aquel mismo día salieron por distintas puertas de la ciudad, montados en ligeros caballos, el gitano Lagartija y el procurador don Anacleto, los cuales marcharon en opuestas direcciones; el primero aparentando ir a negocios de su chalanesco oficio y el segundo pretextando una cacería en la Sierra. El raquítico procurador caminaba tan de prisa, que en poco tiempo se halló internado en Sierra Morena, en la que halló a tres personas colocadas a larga distancia una de otra, con quienes habló sigilosamente; el último le acompañó largo rato, y ya era cerca del amanecer cuando se hallaron en un espeso e intrincado bosque; el guía de don Anacleto tocó un pito, a que contestó el eco de otro igual; entonces dijo: aquí los tenemos y efectivamente, a los pocos pasos se hallaron con los Niños de Ecija, que se entretenían en tomar el aguardiente mientras sus caballos apuraban el primer pienso. Padilla, que no esperaba a aquella hora al procurador, no pudo menos de sorprenderse al mirarlo en aquel sitió, y alargándole la mano afectuosamente le dijo: -¿Qué diablos de novedad os trae entre nosotros? Don Anacleto se desmontó del caballo y llamando a Padilla a alguna distancia, le manifestó la prisión de doña Claudia y su hija, como sospechosas de tener íntimas relaciones con ellos, añadiendo que las hacían los más severos cargos respecto a la persona que las proporcionaba los recursos para vivir con el desahogo que lo hacían, máxime cuando los ermitaños habían declarado la asistencia de la cuadrilla al funeral y los dos mil reales que uno de ellos había dado para misas por el alma de don Alfonso de los Ríos, esposo y padre de las citadas señoras. Padilla, que no entendía cosa en sumarios ni procesos, contestó al procurador encogiéndose de hombros: -¿Y qué peligro hay en eso? Usted es el que las ha entregado el dinero y puede decir lo ha hecho por amistad que tenía con su marido por compasión hacia ellas; yo no hallo el menor inconveniente en esta sencillísima declaración. -Bien se conoce, replicó el procurador, no estáis diestro en los asuntos curiales, pues de estarlo no juzgaríais así el negocio; en primer lugar a mi no se me conocen otros bienes que los pocos intereses que me granjeo con mi oficio, por consecuencia no es posible dar lo que no se tiene; y en segundo no podrá creerse, aún cuando yo poseyese una regular fortuna, que me desprendiese de ella para entregarla a dos mujeres, con quienes no median otras relaciones que el haberme nombrado su procurador; razones por las que, no solamente continuarán ellas presas, sino que también me prenderán a mí tan luego como declaren soy yo el que las facilitaba los recursos, y a mi no me queda otro medio que negar el hecho si he de salvarme del rigor de la justicia. -¿Y qué haremos para salir del apuro?, preguntó Padilla. - Respecto a que tenéis tantas relaciones con personas poderosas, le dijo el procurador, podéis dirigiros a ellas amenazándolas con vuestro enojo y terrible venganza, si no declaran que por amistad que tenían con el esposo de doña Claudia, o por otros respetos, las han socorrido sigilosamente por mi conducto encargándome el secreto; de este modo todo está remediado. Padilla quedó pensativo un momento, luego dijo: -Está bien, esto se hará y brevemente; y reuniéndose a los demás compañeros, se tendieron a descansar y después de haber dado algunas instrucciones al hombre de a pie que había acompañado a don Anacleto, que era un espía, así como los otros dos que había encontrado en el camino, con cuyos fieles servidores no era fácil sorprender jamás a los Niños de Ecija. . cija, lo que no conocimos.... lo que perdimos.... D. Ramon Freire Galvez (Edición 2.004) HISTORIA DE LOS NIÑOS DE ECIJA. CAPITULO CUARTO. Prosecución de la causa acerca del secuestro cometido con Ríos.- Prisión de doña Claudia y su hija por sospechas de complicidad con los Niños de Ecija.- Amores de la presa María con el oficial don Adolfo de Medina.- Viaje del procurador don Anacleto a la Sierra. Toda la noche la había pasado el juez de Córdoba en serias reflexiones acerca de la complicidad de doña Claudia y su hija con los bandidos de la Sierra; y pesados los graves indicios que contra ellas resultaban y las observaciones casi convincentes que le habían hecho don Juan Antonio de los Ríos, le persuadieron que no había la menor duda en que dichas señoras eran unas ocultas queridas de los ladrones, pues para vivir con tanto lujo sin saberse el modo de sostenerle, era preciso que mediara aquella criminal circunstancia. En esta convicción, y juzgando hacer méritos para lograr algún ascenso con los descubrimientos que imaginaba hacer, se propuso reducir a prisión a madre e hija, pero de un modo tan público y poco decoroso, que pudiera llegar a oídos del gobierno, que tan interesado se hallaba en el exterminio de aquella famosa cuadrilla de malhechores. En efecto, al siguiente día, acompañado de un escribano, algunos corchetes y un piquete de tropa, se presentó en casa de Doña Claudia y la embargó cuanto poseía, inclusos los diez mil reales que la noche anterior la había entregado su procurador, cantidad que no pudo menos de llamar la atención del señor juez y corroborar sus sospechas. Concluido el embargo, se las hizo saber que se dispusieran para ser conducidas a la cárcel pública a responder a los cargos que contra ellas resultaban. Las dos señores, aturdidas, llenas de asombro y cubiertas del más amargo llanto, no podían atinar las causas que motivaban tan cruel procedimiento; pero ni sus abundantes lágrimas ni su extremada aflicción fueron bastantes a contener la disposición del juez, que juzgándolas criminales, estaba decidido a todo trance a llevarlas a la pavorosa mansión destinada para castigo y seguridad de los criminales; así sucedió que doña Claudia y su hermosa hija fueron conducidas a la cárcel pública. El pueblo, que estaba a la puerta atraído por la novedad de ver entrar a la justicia en la casa, siguió a las prisioneras, comentando cada uno, según su modo de ver, las causas que habían dado margen a aquella terrible medida. El oficial de la escolta se hallaba conmovido del dolor más profundo. Adolfo, que así se llamaba el oficial, no pudo menos de rendir su corazón a las gracias encantadoras de la angelical María, a quien no podía creer manchada con ningún género de delito; su llanto, puro como el de las almas inocentes, la hacía parecer más hermosa, aumentando los hechizos de su pálido rostro, en que se miraban grabados el candor y la inocencia; todo esto, unido al sensible corazón del joven oficial, le arrastraron a amar hasta con delirio a la inocente presa que había visto por primera vez y amenazada de la más oprobiosa ignominia; pero Adolfo, cuyo corazón le anunciaba su inocencia, juró en sus adentros consolarla y defenderla con cuantos recursos estuvieran en su mano. Llegadas a la cárcel se las puso incomunicadas y en distintas habitaciones, rigor que aumentó más su aflicción y de tal modo que no fue posible tomar las declaraciones hasta el día siguiente, en razón al estado delirante en que una fuerte calentura las había puesto. Adolfo, que se quedó de guardia en la cárcel, no se separó un momento de la que ya podemos llamar su amada, pero ella no conocía a nadie de los pocos que la rodeaban. Al anochecer de aquel mismo día salieron por distintas puertas de la ciudad, montados en ligeros caballos, el gitano Lagartija y el procurador don Anacleto, los cuales marcharon en opuestas direcciones; el primero aparentando ir a negocios de su chalanesco oficio y el segundo pretextando una cacería en la Sierra. El raquítico procurador caminaba tan de prisa, que en poco tiempo se halló internado en Sierra Morena, en la que halló a tres personas colocadas a larga distancia una de otra, con quienes habló sigilosamente; el último le acompañó largo rato, y ya era cerca del amanecer cuando se hallaron en un espeso e intrincado bosque; el guía de don Anacleto tocó un pito, a que contestó el eco de otro igual; entonces dijo: aquí los tenemos y efectivamente, a los pocos pasos se hallaron con los Niños de Ecija, que se entretenían en tomar el aguardiente mientras sus caballos apuraban el primer pienso. Padilla, que no esperaba a aquella hora al procurador, no pudo menos de sorprenderse al mirarlo en aquel sitió, y alargándole la mano afectuosamente le dijo: -¿Qué diablos de novedad os trae entre nosotros? Don Anacleto se desmontó del caballo y llamando a Padilla a alguna distancia, le manifestó la prisión de doña Claudia y su hija, como sospechosas de tener íntimas relaciones con ellos, añadiendo que las hacían los más severos cargos respecto a la persona que las proporcionaba los recursos para vivir con el desahogo que lo hacían, máxime cuando los ermitaños habían declarado la asistencia de la cuadrilla al funeral y los dos mil reales que uno de ellos había dado para misas por el alma de don Alfonso de los Ríos, esposo y padre de las citadas señoras. Padilla, que no entendía cosa en sumarios ni procesos, contestó al procurador encogiéndose de hombros: -¿Y qué peligro hay en eso? Usted es el que las ha entregado el dinero y puede decir lo ha hecho por amistad que tenía con su marido por compasión hacia ellas; yo no hallo el menor inconveniente en esta sencillísima declaración. -Bien se conoce, replicó el procurador, no estáis diestro en los asuntos curiales, pues de estarlo no juzgaríais así el negocio; en primer lugar a mi no se me conocen otros bienes que los pocos intereses que me granjeo con mi oficio, por consecuencia no es posible dar lo que no se tiene; y en segundo no podrá creerse, aún cuando yo poseyese una regular fortuna, que me desprendiese de ella para entregarla a dos mujeres, con quienes no median otras relaciones que el haberme nombrado su procurador; razones por las que, no solamente continuarán ellas presas, sino que también me prenderán a mí tan luego como declaren soy yo el que las facilitaba los recursos, y a mi no me queda otro medio que negar el hecho si he de salvarme del rigor de la justicia. -¿Y qué haremos para salir del apuro?, preguntó Padilla. - Respecto a que tenéis tantas relaciones con personas poderosas, le dijo el procurador, podéis dirigiros a ellas amenazándolas con vuestro enojo y terrible venganza, si no declaran que por amistad que tenían con el esposo de doña Claudia, o por otros respetos, las han socorrido sigilosamente por mi conducto encargándome el secreto; de este modo todo está remediado. Padilla quedó pensativo un momento, luego dijo: -Está bien, esto se hará y brevemente; y reuniéndose a los demás compañeros, se tendieron a descansar y después de haber dado algunas instrucciones al hombre de a pie que había acompañado a don Anacleto, que era un espía, así como los otros dos que había encontrado en el camino, con cuyos fieles servidores no era fácil sorprender jamás a los Niños de Ecija. .
Posted on: Sun, 23 Jun 2013 07:17:18 +0000

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