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—¡Abre, hijo de la chingada! Cuando volteé hacia la derecha, siguiendo el camino que el alarido había tomado para llegar a mis oídos, descubrí horrorizado que unos ligeros e insistentes golpes eran dados sobre la ventana con la punta de un revólver dorado; y entonces contemplé con desesperación en la boca de ése cañón un profundo abismo en cuya oscuridad la muerte se mecía afilando sus garras. No eran ni las nueve de la mañana. Hacía calor. Sostenida del número 590 de la amplitud modulada, la radio de la camioneta lanzaba las poderosas notas musicales del grupo estadounidense "Chicago". El delincuente había aprovechado que nuestro vehículo, cargado con cientos de miles de pesos en mercancía para una cadena de tiendas departamentales, se había detenido en el intenso tráfico matutino, a poca distancia de la bodega en la cual habríamos de descargar. Por aquel entonces, yo ni siquiera poseía la edad legal mínima para emplearme. Mi madre hubo de firmar un documento especial, en el que me permitía trabajar cinco horas al día, para que me diesen la oportunidad de laborar diez horas diarias más tiempo extra en el enorme almacén de aquella fábrica de ropa. Mis funciones no poseían un nombre propio, y al llevar por título el de "Ayudante en General" significaba que debía hacer lo que hiciese falta para serle útil a la empresa. Aquella mañana de verano, al ocupar el asiento del acompañante en el transporte de entrega, mis brazos habrían de servir para cargar los atados de ropa del interior de la camioneta, y colocarlos en donde los empleados del cliente me lo ordenasen. —¡Ábrele, cabrón! —Gritó de nueva cuenta el asaltante, golpeando el vidrio de la ventana con mayor fuerza. Mis manos se precipitaron rápidamente y con torpeza sobre aquel vidrio, tratando de hacer que se abriese. —¡La ventana no, pendejo —vociferó furioso el ladrón, sacudiendo el venenoso revólver dorado—, abre la puerta! Entonces mis dedos, confundidos, buscaron con frenesí la manija de la puerta, y al encontrarla, tiraron de ella con desesperación. —¡No les abras, cabrón! —me gritó el conductor, a mi izquierda, pasando con velocidad su mirada, del ladrón a mí, de mí al volante, y del volante al camino. —¡Ábrele rápido, hijo de la chingada! —exclamó el asaltante. Mis manos se aferraban a la manija de la puerta, jalándola, pero, en un acto de azarosa fortuna, la puerta se negó a abrir. Volteé mi rostro hacia el conductor, buscándolo con una mirada colmada de suplicio, rogando por que me dijese qué hacer; pero él, sin siquiera prestarme atención, giró de forma intrépida el volante hacia la izquierda, hallando, no sé como, la forma de meter la camioneta entre los automóviles que, al igual que el nuestro, estaban detenidos aguardando a ponerse en marcha; alejándose del asaltante, a quien pude ver por el espejo retrovisor blandir el dorado revolver en el aire, amenazante, al tiempo que nos gritaba con rabia: —¡Cuando los agarre les voy a partir su madre! Después de lo cual echó a correr hacia nosotros. —¡Allí viene! —exclamé, aterrorizado. El conductor me ignoró por completo, y con toda su atención fijada en un camino que parecía no existir, volcó su pericia haciéndose espacio entre los autos que empezaban a avanzar. El pánico me hizo escudriñar el espejo retrovisor una vez más, pero ya no pude ver al delincuente. El conductor dio otro brusco giro a la izquierda, buscando invadir el carril que avanzaba en sentido contrario. El joven que manejaba el auto que quedó frente a nosotros, al cual teníamos que impedir que continuase su marcha para que pudiésemos escapar, se negaba a darnos el paso. Manoteamos suplicantes, rogándole que nos dejase pasar, haciendo todo tipo de señas y gesticulaciones indescifrables. Yo extendí mis dedos índice y pulgar de la mano izquierda, simulando una pistola, al tiempo que con el brazo derecho señalaba hacia atrás. Enfurecido, y sin entendernos en lo más mínimo, el conductor del auto, que finalmente se vio obligado a darnos el paso, extendió su brazo derecho cuan largo era para que su dedo medio se alargase por todo lo alto obscenamente, demostrándonos el total de su desprecio. No tuvimos ni tiempo ni ánimo para responderle. El conductor de la camioneta encontró el camino y dirigió al vehículo hasta el predio en que habríamos de descargar. Sólo cuando hubimos cruzado el portón que separaba a la calle, del patio de la bodega, supimos que estábamos seguros, que nos habíamos escapado de las garras de la delincuencia. Me sentía desfallecer. Debí de haber palidecido, porque el conductor, con naturalidad, como si lo acontecido no lo justificase, me dijo: —¡Ay, hasta blanco estás, no inventes! Y soltó una sonora carcajada. —¡Muy bien chavo —me felicitó, al tiempo que me dio unas palmadas amistosas en la rodilla— muy bien! Así te tienes que comportar, tu nada más obedéceme, yo sé lo que te digo. Cualquier otro pendejo hubiese abierto la puerta, y entonces sí, nos hubiese cargado la chingada ¡Que bueno que no la abriste! —volvió a carcajearse—. ¡No, si ésta no fue nada! Apenas fue tu primera vez ¡Las que te faltan! Posé mi mano en la manija, y ésta vez, al más mínimo esfuerzo, la puerta decidió abrirse. Salté al patio, sin preocuparme por cerrar la puerta tras de mí. Los últimos sonidos de "25 or 6 to 4" sonaban desde la radio cuando, con las piernas temblonas, resistiéndose a obedecerme, me hinqué sobre el piso con toda devoción… y vomité. youtube/watch?v=WLiuMkGCOC4&feature=youtube_gdata_player
Posted on: Mon, 03 Jun 2013 22:07:50 +0000

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