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4.- LOS DIARIOS DE TÍA VIVIAN - Novela - CHELO VILLEGAS 4,-La tarde siguiente ya no llovió. Lucía un sol espléndido, y olía a hierba recién nacida. Una brisa del mar refrescaba la tarde del verano que ya se aproximaba. -He pensado mucho en todo lo que me contó ayer. Es usted un gran narrador. Debería dedicarse a escribir: ¡argumento ya tiene…! -Sí, alguna cosa ya he escrito. Era mi refugio en las muchas horas que he pasado solo. Los médicos y los psicólogos recomendaron a mi mujer que se buscara algún hobby, y ella se buscó muchos… Tan pronto se apuntaba a un curso de fontanería, como a otro de hacer tartas, pasando por azafata de museos, y otros muchos que ya ni recuerdo. En todos hacía muchas amistades, y entonces pensó que la casa no era suficiente para recibirlos. Había visto un anuncio de una promoción de chalets que estaba muy bien. Dijo: -Podíamos vender este piso y comprar uno. La vi tan entusiasmada con la idea que ni se la discutí, aunque a mí me pareció descabellada. Hicimos lo que ella quiso. Emprendimos la mudanza. Parecía totalmente recuperada y contenta, y creí que todo se había solucionado. Pero me equivoqué. Entonces fue cuando empezó nuestro calvario. La economía se vino abajo. Una casa más grande tenía más gastos: mayores facturas de luz y de agua, se necesitaba un jardinero, más servicio, mucha gasolina para tanto desplazamiento… Difícilmente llegábamos a fin de mes. También compramos un perro para guardar la casa, pero no dio resultado. Nunca cumplió con su obligación: primero, porque era pequeño, y luego, porque se acostumbró a dormir conmigo, y si lo dejábamos fuera los que no dormían eran los vecinos. Con tanto problema, yo perdía la paciencia y no sabía por dónde tirar. Esto iba minando nuestra convivencia… . . . -Y aún me queda el capítulo de los fines de semana. Me llenaba la casa de gente que venía a tomar el aire y el sol, y a vaciarnos el frigorífico. Incluso decidían quedarse a cenar los domingos: -¿No te parece, Paulita, que es mejor esperar a que se desatasque la carretera de La Coruña?-, preguntaba algún que otro gorrón a su esposa, sentándose a cenar. Yo me iba a la cama para no estallar, y ella me reprochaba lo descortés que había estado con sus visitas. Entonces era cuando se armaba la bronca, que duraba unos días. Cuando quería llegar la paz, teníamos encima el siguiente fin de semana, y así sucesivamente… Esto acabó por poner fin al poco amor que nos quedaba, hasta llegar a la indiferencia más absoluta, y casi odiarnos en algunos momentos. Por eso ya dije al principio que mi traslado había sido una liberación: ¡ojos que no ven…! . . . Anochecía. Ni siquiera nos habíamos dado cuenta de que en el parque ya no quedaban ni perros ni amos. -¿Es posible que me haya pasado toda la tarde hablando de mí mismo? -Sí, para mí ha sido como una película-, dijo ella. -Mañana descansará. Seré yo la que hable. Ya tengo preparada la historia que le voy a contar, y también tiene visos de película; y hasta de argumento de algo que usted pueda escribir. ¡Ya verá lo interesante que le va a resultar! Y así fue. Yo llegué al parque deseando oír lo que me había prometido. En el banco de enfrente, como todos los días, se sentaba una pareja de mujeres que nunca nos quitaba ojo. Cuando yo las sorprendía mirando, hacían como que reñían a su caniche o a su chihuahua. Yo adivinaba sus pensamientos, seguro de que estarían diciendo algo parecido a esto: “¡Qué pareja tan rara! Ella es mucho mayor que él. Seguro que él va por su dinero. ¡Los hay sinvergüenzas! ¡Y ella, tan contenta!: le alegra la vida, y no le importa pagar…”. Estos pensamientos me los interrumpió la llegada de doña Catalina. -Vengo dispuesta a hablar, y usted va a descansar esta tarde. Empezaré por decirle que mi madre nació en Irlanda, (ahora me explico yo el aspecto de extranjera de Catalina). Estudió el idioma español para salir de su país. En aquel tiempo, en Irlanda se vivía mal, y todo el mundo pensaba en emigrar. Se vino a España, y en Bilbao encontró trabajo en una academia de idiomas. Le fue bien; estaba contenta. Uno de sus alumnos, estudiante de Marina Mercante, se enamoró de ella. En cuanto terminó y encontró trabajo, se fueron a Irlanda a conocer a la familia de ella, y allí se casaron. Él era de Madrid. Entró a trabajar en una compañía de petroleros. Su primer viaje fue a los Emiratos Árabes. Mi madre le siguió a este viaje, y a todos los que hizo después. Yo fui la primera que nació de ese matrimonio, y fue en Chile. Después, en Panamá, nació mi hermana Sofía; y en Canadá, Cristina. Ya tenían tres niñas cuando se trasladó con ellas, siguiendo a mi padre, a Ciudad del Cabo. Allí nació, con gran regocijo para todos, el primer varón, Gustavo. En Gibraltar nació Armando; en Holanda, Alfonso; y el último, Fernando, en Génova. Mi madre ya estaba cansada de no tener una casa donde vivir, pero tampoco quería pensar en abandonar a mi padre, y que él se encontrara solo en sus escalas. Le propuso buscar otro empleo que le permitiera tener una residencia fija. Nosotros vivíamos de hotel en hotel, sin familia y sin arraigo de ninguna clase. Pensó volver a Irlanda, pero él prefirió España. Su padre era ya anciano y le necesitaba. Durante una escala en Mallorca, decidimos quedarnos allí. Mi padre encontró trabajo como práctico del puerto. Yo ya tenía catorce años, y el último de mis hermanos, dos. Nos trajimos a casa a mi abuelo, el padre de mi padre, que fue médico y quien inculcó a todos la vocación por la medicina. Como ve, a ninguno le ha dado por ser marino; debimos quedar todos muy cansados de tanto viaje. Mi madre sigue igual: tan pronto vive en Irlanda como aquí. Mi padre murió hace pocos años. Yo, como ve, he dado varias veces la vuelta al mundo. . . . -¿Qué le ha parecido mi relato? ¿Era tan interesante como le anticipé? -Realmente, merece que lo escriba. Se había levantado un fuerte viento. Los toldos y las persianas volaban. Era el principio de una borrasca que duró tres días; tres días que estuvimos sin bajar al parque. Me dediqué a escribir todo cuanto me contó Catalina. También recibí una carta de mi mujer. Y no digo cariñosa carta, porque se limitaba a decir que se ha puesto a trabajar. Un amigo la ha colocado de relaciones públicas en una empresa naviera. Espero que la naviera no la traiga por estos mares. Ya era hora de que hicieran algo por ella los que tanto dinero nos hicieron gastar. El día que ya pudimos bajar al parque tuvimos que lamentar la falta de algunos árboles, que el viento había arrancado. Aún quedaban grandes charcos. Nuestros perros se pusieron perdidos de barro. Catalina sólo bajó un momento, para decirme que se marchaba de viaje: se iba a Australia con sus dos hermanas, y volverían en quince días: -Ahora no tengo tiempo, pero ya verá cuánto tengo que contarle a mi regreso. Con gran pena por mi parte, nos despedimos. Esos quince días se me hicieron eternos. En el parque, sólo tenía algún saludo más o menos cordial con otros dueños de perros: “¿Qué tal su perrita?”, “¿Come ya su caniche?”, “¿Qué le dijo el veterinario?”… Ni siquiera me sentaba; me volvía enseguida a casa y me ponía a escribir. Por fin llegó la ansiada tarde: allí estaba Catalina. Nunca nos habíamos dado un abrazo, pero esa tarde nos dimos uno de lo más cariñoso. Me di cuenta de que para mí se había convertido en alguien como de mi familia. Me entregó dos paquetes: traía regalos para Kun y para mí. Para él, una pelota decorada con canguros, y para mí, un canguro de madera muy gracioso, con su cangurito en la bolsa, figura que hoy preside mi pequeño salón. -¿Qué tal el viaje? -Muy cansado. Muchas horas de avión. Llegamos a Melbourne a cuál más destrozada. Fue un vuelo hasta Londres, y desde allí otro ya directo a Australia. Pero para llegar a nuestro destino tuvimos que viajar cuatro horas en tren. Nos esperaban en la estación; y para terminar, en coche una hora más. Pero ha merecido la pena. Todo nos ha gustado mucho. El objeto de nuestro viaje era conocer el sitio donde vivió durante muchos años nuestra tía abuela Vivian, y hacernos cargo de la pequeña herencia que nos ha dejado. Esta señora era tía de mi madre, y su historia sí que es digna de ser escrita. Escribió un diario durante toda su vida. Nos han entregado un baúl lleno de cuadernos y, como yo soy una empedernida lectora, me los voy a leer. Traduciré los pasajes más importantes de esos diarios, y te los entregaré para que tú, con tus dotes de gran narrador, los enlaces unos con otros y les des forma. Entre los dos vamos a conseguir el Premio Planeta-, dijo entre risas. -Los parientes de mi tía, una cuñada y un sobrino, han tardado un año en localizarnos. Nos buscaron en Irlanda, pero en tanto tiempo como había pasado, no quedaba ya ningún pariente con sus apellidos. Un buen día encontraron una carpeta con muchos papeles que guardaba la tía Vivian. Entre ellos aparecieron unos recortes, ya amarillos por el tiempo, de un periódico local que, en “Ecos de Sociedad”, comentaba la boda de mi madre con un marino español, que se llamaba Gonzalo Valdivia. Lo buscaron por España mandando cartas a todas partes, sin resultado; por fin, en Palma de Mallorca dieron con el apellido. Fue una gran alegría para ellos. No querían quedarse con todo lo que dejó mi tía. Estaban decididos a que todos los sobrinos, por una parte y otra, heredaran por igual, y nos invitaban a ir. Ninguno de mis hermanos estaba dispuesto a tan largo viaje, pero a nosotras tres nos parecieron unas excelentes vacaciones. Mis hermanas cerraron sus consultas, yo encargué a mi sobrina el cuidado de mis animalitos, y nos fuimos. Allí nos han recibido muy bien, y nos han llevado a muchos sitios. Nos han prometido una visita.
Posted on: Thu, 21 Nov 2013 23:12:27 +0000

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