A partir de hoy, y cada martes de este verano, a excepción de - TopicsExpress



          

A partir de hoy, y cada martes de este verano, a excepción de hoy, publicaré una sección de mi novela inédita “…y pasen buena noche”. Podemos discutir cada párrafo, desmembrarla, crear visiones alternativas, jugar con ella. Vamos a recuperar el espíritu de las novelas por entregas del siglo XIX, pero en este caso utilizando las modernas herramientas de que disponemos para la interacción. Me gustaría que vosotros publicarais en esta página vuestros textos inéditos para que los comentásemos en nuestra mesa virtual de debate. Hablaremos de la creación de personajes y del entorno que debe envolverlos. En fin, vamos a formar un consejo de edición donde la creatividad y talento literario tengan asiento propio. Empezaré con la primera parte de “…y pasen buena noche” ¡Entra en el debate! ...y pasen buena noche Tomás fue, es y será, un hombre feliz El tren circulaba al completo. Todas las plazas del vagón estaban ocupadas, muchas de ellas por personajes de cara tensa que hablaban por teléfono o se enfrentaban obsesivamente a la pantalla de sus procesadores de bolsillo, pero también podía ver a una relajada pareja de jubilados, y dos o tres más formadas por jóvenes cuyos niños corrían por el pasillo, entrando y saliendo de modo descontrolado del Área Infantil. Yo viajaba en “Grand Class”, me lo podía permitir, sentado frente a una atractiva mujer que no dejaba de mirarme... o de estudiarme. Tendría aproximadamente la mitad de mis años, y era morena, con ojos claros. Nuestras miradas se cruzaban con frecuencia, pero yo terminaba huyendo de ese encuentro como si aún fuera un tímido adolescente. Era día 8 por la tarde, lo recuerdo bien. Miraba absurdamente el paisaje negro a través de la ventanilla, tratando de distinguir algunos contornos que rompieran su monótona textura, pero el cristal me devolvía la imagen de esos viajeros que cruzaban los campos conmigo en el interior del tren, y a veces también me encontraba con la mirada de la mujer hermosa que me buscaba en el reflejo. Todos eran vecinos ocasionales a los que me empezaba a acostumbrar después de veinte minutos de viaje. Ajustaba la mano contra la ventana, haciendo visera para escapar de los reflejos del interior del tren, y aun así sólo conseguía ver de vez en cuando alguna luz errante en la distancia, o rasgando fugazmente el tapiz negro. A veces también cruzaban la ventanilla grupos de luces, y lo hacían de modo más pausado. Eran pueblos muy distantes, todos ajenos a mi paso y a mi observación. Me gustaba imaginar qué harían sus habitantes a esa hora de la tarde, si habría gente en la Plaza Mayor, en las calles retorcidas y en las tiendas, o qué harían los que estaban en el interior de las casas. La temperatura había descendido en los últimos días hasta el punto de que el termómetro de la estación Término registraba 7ºC. cuando abandonamos sus andenes, aunque ahora, sentado en el cómodo asiento “Grand Class”, era difícil imaginar que en esos campos estuviera a punto de aparecer la helada. Dejé de mirar por la ventanilla y me recosté en la butaca al tiempo que cerraba los ojos y, sin saber exactamente el motivo, me surgió una sonrisa, estrecha, pero sonrisa al fin y al cabo. No sabía por qué ese asomo de escuálida felicidad; quizá fueran los gritos continuos de una criatura de pocos meses de edad que mostraba a su padre un caballo alado obtenido como botín en el Área Infantil. El niño gritaba, babeaba y sonreía con dos dientecillos asomando entre los labios brillantes. El padre, mentón apoyado en la palma de la mano en actitud pensante (o semidurmiente), miraba al niño, seguramente sin saber en esos momentos que era un niño, su hijo, y que gritaba para despertarlo de los males que le acartonaban. El infante, poco convencido del rescate de su progenitor, acabó arrojándole el caballo alado, yendo a parar al entrecejo absorto, y luego se alejó en busca de la Auxiliar de Guarderías del tren gritando y riendo, sostenido por sus pasos vacilantes. Ese debió ser el motivo de la estrecha sonrisa: la acción suicida del pequeño, el abrupto despertar del padre a la realidad; yo siempre disfrutaba con los picos febriles de la vida. Estaba de vuelta de casi todo en este mundo; pocas cosas me sorprendían, y casi ninguna me hacía sonreír, pero si algo lo conseguía, era muy posible que estuviera nadando en la extravagancia. Ya tenía 83 años, demasiados para aprender lecciones nuevas que aportaran datos desconocidos al amplio bagaje de lecciones recitadas de memoria. Sabía de poses, de teatrillo intelectual, de zafios perfumados con títulos absurdos, de seres graves cuya profundidad no era más que aislamiento, de tocapelotas que se arrastraban detrás de las sombras que les daban pan de vez en cuando. Posiblemente yo también participaba de alguno de estos adjetivos, pero ahora no tenía sentido la autocrítica; estaba en mi recta final y no deseaba, ni podría, cambiar mi historia. Sin embargo, me permitía el capricho de despreciar a los que a fin de cuentas eran como yo era, como había sido o hubiera llegado a ser si la fortuna en lugar de soplar por aquí lo hubiera hecho por allá. El niño dejó de lanzar los acuchillantes grititos, y yo, alarmado ante la inusitada tregua, volví a abrir los ojos. La Auxiliar de Guarderías Infantiles Ferroviarias reclamaba la atención del pequeño mostrándole otro objeto arrojadizo, y yo estudié detenidamente las piernas de la joven, quedándome después, por mero disimulo, colgado de los números del calendario. Ya rodaba el mes de marzo de ese 2039 que parecía haber comenzado la noche anterior. El tiempo viajaba veloz, y todavía el mundo se empeñaba en empujarlo, en acelerar su pulso, en envejecer al despiadado ritmo que marcaba la sociedad consumista de bienes que se calcinaban nada más nacer. Me parecía que fuera en la víspera de esa misma tarde cuando yo era todavía un tipo atlético que me machacaba en el gimnasio, que tiraba los tejos a más de dos infieles en las noches de crapuleo, o que corría la "San Silvestre" vallecana. En cuestión de unas décadas reducidas a un soplo de tiempo, me había convertido en un viejo sentado en un tren que mecía una historia que ya ni siquiera aspiraba a tener un bonito final, sino un final más o menos decoroso. El recuerdo, con sus manoseadas nanas, me obligó nuevamente a cerrar los ojos, y nada más hacerlo advertí el sospechoso balanceo y la frenada que entre chirridos me hizo abrirlos lleno de terror; después sucedió todo a la vez, aunque supongo que cada acción estuvo encapsulada en su tiempo preciso. Escuché la gran explosión en la cabecera del tren y todo empezó a girar alrededor de mí, o quizá era yo alrededor de todo. El estruendo fue ensordecedor, y llegaron los primeros golpes, el dolor horrible en las piernas, el choque de la cabeza contra algo que le salió al encuentro (tal vez la de la mujer hermosa), un grito ahogado en la garganta como respuesta al intenso dolor que se abría paso a dentelladas por encima de la pelvis, y supongo que a continuación llegó la pérdida de conciencia. El Turbotrén había reventado, y con él el mundo en medio de aquella tarde de campos negros y ahora vestida de fuego, gritos, hierros retorcidos y plásticos licuados. La música ambiental, los murmullos de los teléfonos móviles, los parloteos vacuos: todo silenciado, y en su lugar, un hilván de llamas, quejidos y cristales. Las primeras voces que llegaron a mis oídos nada más recuperar el conocimiento, tenían un marcado acento aragonés. Eran los equipos de rescate que estaban distribuyendo los puntos de luz necesarios a lo largo del tren siniestrado. Una mezcla de sirenas de bomberos, ambulancias y policía se abrían paso desde la cercana autopista. Al principio me encontré perdido y no sabía qué estaba sucediendo, pero luego, como una centella, acudieron a mi cabeza los instantes anteriores al accidente. Acababa de cerrar los ojos cuando el tren se bamboleó de un modo excesivo en la frenada de emergencia que me impulsó contra el asiento de enfrente ...la mujer de ojos claros... la explosión, el apagón, el desastre. No estaba muerto, puesto que aún podía pensar, pero supuse que más de un hueso se me había roto. El dolor era intenso en la zona pélvica, y seguramente me hallaba atrapado en el amasijo de lo que antes fuera uno de los coches “Grand Class”. No intenté escapar, ni siquiera de atraer la atención de esos hombres y mujeres que estaban metiendo luz entre los hierros. Un súbito cansancio empezaba a invadirme, teniendo que hacer grandes esfuerzos para mantener los ojos abiertos. Seguía sangrando por las narices, y ahora degustaba el sabor salado de los labios. Seguramente la muerte estaba cerca, y aunque andaba entretenida con otros pasajeros, no se olvidaría de acercarse hasta mí para darme las buenas noches. No sé cuánto tiempo transcurriría hasta que llegaron las palancas, los sopletes y las sierras mecánicas. Comenzaron a morder los restos del tren, a horadarlo. Con el movimiento y el desescombro cayó a mi lado uno de los zapatos de la Auxiliar de Guarderías, y entonces pensé en el niño del caballo alado, seguramente destrozado en mitad de los juguetes. Recordé que habíamos pasado por Zaragoza hacía poco tiempo, pero no podía precisar cuánto. Cerca de mí, casi podía tocar su mano, estaba la mujer que viajaba enfrente. No tuve fuerzas para llamarla ni para rozar sus dedos. En un esfuerzo de atención me fijé en su pecho y en su vientre, y me pareció que no se movía. Entonces alguien se acercó con una linterna y me deslumbró metiéndome el foco en los ojos. Dijo que no me preocupara, que pronto estaría fuera del amasijo. Yo empezaba a agitarme, a sentirme mal; el tiempo se dilataba y la angustia apretaba sus manos alrededor de mi cuello. Si no me extraían pronto de entre los hierros llegaría la temida parada cardiaca. La claustrofobia empezaba a medrar seriamente, desatando los primeros nervios y produciéndome un sudor profuso por todo el cuerpo. El de la linterna preguntó si podía moverme, y al decirle que sólo los brazos, me acercó una mascarilla de oxígeno para que la utilizara si tenía dificultad para respirar. El fuego había sido sofocado por la brigada de “articulados” de Zaragoza, me informó, pero aún quedaban algunas zonas de humo negro tóxico brotando del material plástico a medio quemar. Las rotativas de los diarios trabajaban a toda máquina, y las televisiones empezaban a llegar al punto kilométrico donde el siniestro se había convertido en la principal noticia de los informativos de la cena. Después de un tiempo interminable, y ganando momentáneamente la partida a esa muerte avariciosa que robaba muertos a pie de obra, dos hombres arrastraban mi camilla hacia el interior de una UVI móvil. Las sirenas seguían cantando la tragedia, y aunque su sonido se había amortiguado al cerrar las puertas del vehículo, sabía que estaba en medio del infierno. Pensé con tristeza en la mujer que viajaba frente a mí, seguramente atrapada aún, muerta... Otra explosión en la cabecera del tren provocó un nuevo incendio cuyas llamaradas, oía comentar a los sanitarios, atravesaban como lenguas el tercer ojo del puente contra el que se había empotrado el Turbotrén. El rotor de un helicóptero sonaba en mitad del desastre, y con el ojo rastreador iluminaba los pilares del puente para facilitar la labor de los bomberos que trataban de apuntalar con gatos neumáticos las zonas altas que estaban a punto de precipitarse sobre el tren. Me colocaron la mascarilla de oxígeno, dos sueros y un concentrado de hematíes, enchufándome después a la batería de aparatos dispuestos al lado de mi camilla. Al filo de la medianoche estaba prácticamente organizado el hospital de emergencia, con tiendas de campaña y el número suficiente de equipos sanitarios móviles. Mi UVI aún daba cobertura en la zona por disponer de cuatro plazas de encamados, aunque solamente estábamos otra mujer y yo. Seguían rugiendo las sierras contra la chapa del tren, se cruzaban las órdenes y las contraórdenes, las voces de socorro y las de las cadenas de televisión con los “especiales” abiertos en esa noche de marzo. Volví a recordar las caras de mis compañeros de viaje, sobre todo la del niño, y también, aunque no me parecía adecuado a la moral, me recreé en las curvas de la Auxiliar de Guarderías. El dolor de la pelvis se había apagado considerablemente gracias a los calmantes suministrados, y una enfermera me apretaba la mano y me sonreía con un gesto que lindaba los terrenos del asco y la piedad. Yo había probado los frutos de ambos a lo largo de los últimos años, pero aun así fingí complacencia y le devolví una sonrisa de dolor atenuado y color verde a través de la mascarilla. Sonó un portazo y sentí que el motor se ponía en marcha. Poco después avanzábamos por un terreno bacheado que amenazaba con terminar de romperme los huesos que aún me quedaban enteros. El reloj digital situado sobre las puertas traseras del vehículo marcaba las 12,30 de la madrugada del día 9 de marzo, e iba camino de algún hospital mientras los informativos de ese día recién estrenado seguían emitiendo en directo las imágenes dantescas del siniestro del Turbotrén Barcelona-Madrid. Me llegaron a la memoria, nítidas, las palabras de mi discurso de esa tarde en el Centro Cultural “Victoria Kent”, los tópicos ampulosos y embusteros con que a la vida le gusta engalanarse. Miré fijamente a los ojos de la gran comedia que estaba a punto de abandonar, todo decorado, escaparates, espejismos, y me vi de niño, cuando mi razón era tan simple que no concebía vanidades, cinismos, mentiras ni autoengaños. Lo que en estos momentos me estaba sucediendo era como un sueño, rápido, confuso al despertar por la mañana, atónitamente despegado de la cuerda razón. Mi vida ahora se me antojaba irreal frente al espejo de la Vida con mayúsculas, la del conjunto de todos los seres y objetos, la de la Historia de la propia existencia. Todo mi anecdotario, desde la infancia, no era más que un apunte apasionado vertido sobre la almohada, un apunte que parecía ficticio. En él me veía como un niño madurando a pasos forzados, envejeciendo contra el reloj, un niño que había aspirado a vivir y terminó confundiendo el significado de este verbo con la conquista de unas cuantas metas disparatadas.
Posted on: Wed, 19 Jun 2013 20:53:52 +0000

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