Almas,las penitentes Nació con la desdicha escrita en la frente. - TopicsExpress



          

Almas,las penitentes Nació con la desdicha escrita en la frente. Su madre había tenido un primer hijo varón y luego, ansiando tener una hija mujer, había parido dos mujercitas, la primera María de los Angeles, había muerto antes de nacer, se había ahorcado con su cordón umbilical; María Inés, la segunda, de la que todos hablaban de su belleza, había muerto pocos días después de su nacimiento debido a una meningitis. Así llegó Alma, unos años después y en un mal año, pues junto a su nacimiento el destino había querido disponer la enfermedad de su abuelo, quien ya desahuciado recorría sus últimos pasos hacia el otro mundo. Su madre, adoraba a su padre y este le respondia con igual veneración, en su mente el nacimiento de su hija y la próxima muerte de su padre se habían amalgamado de manera tan indisociable, que no podía separar un suceso del otro. Hizo lo mejor o lo único que pudo hacer, rechazar a Alma y acompañar, acompasando su paso al de él, a su padre hasta su triste final. Alma no era agraciada como sus hermanas, su tez de color tierra, con pequeñas manchas de una tonalidad más oscura, no irradiaba luz. Al año de su vida, ya su madre llevaba el luto por la muerte de su padre. Alma, poco graciosa, no había logrado alegrar el corazón desgarrado de su progenitora. Su abuela materna se había mudado con ellos apenas acaecida su viudez, y sin querer encontró en Alma un consuelo, y la tomó como su bastón el que la acompañaría hasta sus últimos días. Su madre veía crecer a su hija sin mucho interés, alimentaba sus caprichos, más por culpa que por actitud protectora, y Alma sumó a su poca agraciada figura un carácter antipático, antisocial. Sus gritos mañaneros, sus gritos nocturnos por berrinches sin sentido se tornaban, para quienes estaban cerca, insoportables, ella gritaba y nadie notó que solo gritaba para ser amada, pedía a gritos amor. Sin querelo, premeditarlo o pensarlo, la familia se fue alejando de ella, su crecimiento fue seguido, desinteresadamente, por parientes y amigos. Nadie dudaba en pensar que algo andaba mal cuando le hablaban y no contestaba pero, nadie imaginó que al cumplir sus tres años, y a pesar de hacerle notar sucesivas veces a sus padres esta falta de respuesta frente a cualquier pregunta que se le hiciese, el médico diagnosticara una sordera, de un sesenta por ciento en un oído, y un cuarenta por ciento en el otro, la misma se debía a un medicamento mal tomado o tomado en exceso, durante una gripe mal diagnosticada y peor recetada. Así la “pobre Alma”, como a menudo se la llamaba, sumó a su fealdad y antipatía, una sordera, la que se le agudizó con el correr del tiempo. En las conversaciones familiares, cuando la familia se reunía, poca atención le prestaban, a pesar de ser la más pequeña, ni sus gracias eran festejadas, ella era ignorada. Su abuela la cobijaba, más como buscando su propio refugio que para protegerla de una sociedad que con el tiempo se le iba a mostrar cada vez más adversa. La tendrían que haber llevado a un colegio especial para hipoacústicos pero, era aceptar una invalidez en una hija quien desde su nacimiento había marchado con desventajas. Su madre, víctima de melancolías constantes, la veía sin ver, la oía sin oír, la acompañaba sin acompañarla. Así pasaron sus años. Su madre alternaba sus juegos al solitario, con sus oscuros pensamientos; su padre se relacionaba con ella como si fuera una persona especial, la amaba pero, la ignoraba no sabiendo cómo tratarla o cómo acercársele. Su hermano, ocho años mayor y varón vivía en un mundo donde no había cabida para hermanas mujeres, solo su abuela velaba por ella, por las dos, pues la ayuda era mutua. Alma inició la escuela, colegio católico, de monjas. No estuvo ausente la crueldad, ni siquiera aquí y la burla en su aprendizaje escolástico fue usanza diaria. Las monjas le obligaban escribir en un pizarrón cien veces “debo prestar atención”, la pedagogía no iba acompañada por almas puras, solo por la rigidez, la incomprensión y la ignorancia, esa eterna compañera de almas débiles. Cierto día llegó a su casa transpirada y sumida en la confusión, sus compañeras la habían perseguido con piedras en la mano, asustándola, por el solo hecho de no oír lo que le decían. Alma usaba audífono pero, como carecía de controles médicos cuando este no le funcionaba escuchaba cualquier cosa, una vez agitada llegó a su casa, muy azorada contó que la heladera le había ofrecido helado de moscas, en lugar de moca, estas confusiones eran constantes en su diario vivir. Su vida, sus emociones se basaban en sus propias confusiones. El tiempo siguió su curso y a pesar de sus desventuras, Alma primero antipática, se fue transformando en una persona compasiva, siempre que uno la necesitaba ella acudía a socorrer, nunca se quejaba por su falta de belleza, de estudio o su infortunio a la hora de ser querida. Ella vivía en su mundo y su mundo la acogía con beneplácito. Nadie sabía, a ciencia cierta, que pensaba o en que creía porque nadie se tomaba el trabajo de saberlo o de preguntárselo. A los doce años dejó de estudiar, no era rápida, su entendimiento era lento y torpe y no tenía a nadie cerca que la alentara a seguir con tan ardua tarea, así se ensimismó aún más en ella misma, su contacto con el mundo se acortaba dia a dia mientras se enriquecía su mundo espiritual. A los quince años, y debido a un crecimiento pequeño, pero anormal de su vientre, su padre la llevó al médico quien le anunció que estaba embarazada de casi cuatro meses. Cuál no fue la conmoción familiar al saberlo, si solo salía sola a hacer una que otra compra, había comenzado con clases de computación y había conocido a algunos chicos pero, nadie y menos su abuela quien la controlaba, había notado nada extraño, ni en su comportamiento ni en sus costumbres, ni siquiera en sus horarios, siempre metódicos. Su padre recibió atónito la noticia y por más que le preguntó, primero gritando, luego furibundo, más tarde negociando aunque más no fuera un nombre por una impunidad, nada pudo sonsacar. Su madre, a quien ella adoraba, aún cuando sabía que esa adoración no era correspondida, estaba muriendo, joven, demasiado joven. Ella rechazó aún más esta escandalosa actitud de su hija y no entendió como pretendía que la ayudase cuando tan poco le restaba a ella misma. Ella hubiera purgado con su nieta las faltas que tuvo con su hija, y la hubiera amado y mimado, lo que no pudo, aún cuando quiso, hacer con Alma. Pues la quería pero, sin poder disociar ese amor con el otro, el gran amor, adoración y admiración que sintió por su padre y cuya muerte jamás pudo, ni quiso superar. El había sido todo para ella y ella todo para él. A veces los sentimientos se amalgaman tanto que es difícil discernir donde termina uno para comenzar el otro. La muerte de su padre, se mezclaba sin cesar en su cabeza, haciéndole creer que los ruegos hechos a Dios por tener una hija mujer, la tercera, habían sido concedidos por la intercesión de su padre quien había intercambiado una nueva vida por la suya propia. Siempre lo creyó así y se privó hasta su último minuto de vida de disfrutar de lo que más había querido en su vida, que era tener una hija. Alma calló, nada dijo, ni quien era el padre ni cuando había sucedido, a todos respondía que jamás había estado con ningún hombre y que desconocía como había acaecido aquello. Su empecinamiento y su costumbre por vivir en un mundo tan suyo, tan sordo, la hizo guardar un celoso silencio, el que no rompió jamás. Su familia primero con enojo, luego con reproches y finalmente con resignación, dejaron de preguntar. En un primer momento, y debido al inoportunismo de semejante noticia, su madre yacía en su lecho de muerte, todos los esfuerzos estaban concentrados en la moribunda, en ayudarla a pasar al otro lado de la manera más compasiva posible. Esa mujer yacente era la única razón de vida de su padre, en un primer momento y con tanto dolor y caos en derredor se pensó que un aborto sería lo más rápido y menos traumático para la familia. Pero, la religión y quizás la fe no lo permitían, era matar una vida. Se quiso dar en adopción al nuevo ser el que sin querer repetiría la historia, una vida por otra, todos vaticinaban que Alma poco podría hacer por su hijo. Las negociaciones se llevaron, sin que el tiempo se detuviera, fue así como los cinco meses restantes pasaron, teñidos en el medio por la muerte de su madre. Se volvía a repetir una historia ya vieja, ya pasada, un ser que se iba y otro que venía, un intercambio. Mientras su vientre seguía creciendo Alma repetía sin cesar que finalmente tendría algo suyo, solo suyo que de ella dependiera y que la quisiera solo a ella. Fue una enfermera diligente con su madre, hasta su último respiro. Su madre jamás le habló, jamás le preguntó, prefirió callar como lo había hecho desde el mismo momento en que Alma había nacido, aceptando el hecho de que Alma no reuniría jamás las expectativas que ella depositaba en una hija. Tres meses más tarde de la muerte de su madre Alma dio a luz a una nena. Parió sin dolor, había comido lechón, se indigestó, así lo creyeron todos, y comenzó con un trabajo de parto que duró pocas horas y terminó con el nacimiento, en cinco minutos, de su hija, si, Alma era madre de una nena que nació con dos kilos ochocientos gramos, era chiquita, como su madre. Alma medía poco más de un metro cincuenta y cinco, pesaba cuarenta y dos kilos, era liviana, etérea, tenía unas bellísimas manos las que movía con encanto, sencillez y buen gusto, parecían de cera, inmaculadas. Unos modales exquisitos, en la mesa se comportaba como si estuviera en una corte, jamás apuró un bocado, jamás sorbió haciendo un ruido desagradable. Era impecable. En su cuidado físico, era más bien descuidada, pero de risa fácil, cuando se le daba la oportunidad de intervenir en alguna conversación. Como madre, a pesar de sus buenos deseos, fue un desastre. Descuidó a su hija y pronto encontró en los encuentros fugaces con otros hombres, la falta de amor que jamás había conocido. Así era ella, tenía un carácter muy fuerte y jamás hubiera permitido que le dirigieran la vida, la habían dejado a su suerte y ella jugó con ella cada vez que la oportunidad se le presentó. Bautizó a su hija Alma, para distinguirla la llamaban Almita. Todos cuidaban de Almita pues contrariamente a Alma era hermosa, inteligente, tenía todos los dones que su abuela hubiera querido para su propia hija Así fue creciendo Almita, Mita para la familia, era linda, simpática, inteligente, sana, nadie supo quien fue su padre, pero, quien haya sido aportó genes buenos, tan diferentes a los de la madre. En realidad la madre fue una excepción, como si hubiera sido un plan premeditado de origen divino, quien a través de ella y de su desgraciada vida tratara de demostrar algo. Pero una cosa era cierta Alma había nacido para sufrir. Mita, fue creciendo, en años, en belleza e inteligencia, la bisabuela se desvivía en conformarla en todo lo que pudiera. Seguramente trataba de cumplir no solo con su propio amor y capricho, sino con aquellos que hubieran sido los de la abuela, su hija ya muerta, pero tan presente en esta criatura. Alma, por su parte dejó a su hija a cuidados de su abuela y recomenzó con su vida de soltera, trayendo novios en continuación a su casa, eso sí, ahora se cuidaba, había querido tener algo suyo y todos se lo arrebataron, decidió gozar solo de momentos. En cada nuevo amor buscaba un posible casamiento y la necesidad de que alguien le jurara amor eterno, pues eso era lo que ella buscaba, amor. Pero el amor, justamente, le fue siempre esquivo, sus encuentros fugaces, solo satisfacían las necesidades de otros, tildándola a ella de mala mujer y no queriendo pasar más allá del simple placer obtenido en lugares insólitos a horas inusuales. La vida siguió su curso, Mita, cursó su primaria con excelentes notas, en el mismo colegio al que otrora acudiese su madre. Tenía aspiraciones de ser doctora. Todas las esperanzas estaban puestas en ella, sus abuelos maternos, únicos conocidos, habían estudiado medicina, y habían abandonado la carrera faltándoles pocos exámenes, cuando el destino les arrebató su segunda hija. Mita cumpliría con el sueño de todos. Su abuelo tan esquivo al principio, adoró a su nieta, su tío también, y nuevamente Alma estaba relegada, esta vez por su propia hija. Todo el amor que no se le dio a Alma, lo recibió con creces Almita. Alma seguía buscando, ya había olvidado su deseo de ser una madre adorada y necesitada por su hija, la había entregado al amor familiar mientras ella se consolaba con los pequeños atisbos de felicidad que le producían sus efímeros encuentros amorosos. La desgracia había tocado nuevamente a su puerta, una mañana de abril en que su abuela se accidentó. La internaron, fue la primera vez en que Alma no ayudaba, se retiró, se escondió, huyó. Su tía y sus primas se hicieron cargo, ella no estuvo, ni siquiera cuando su abuela la llamaba. Luego de veintitrés días, y de una mala praxis, su abuela murió. Las dos Almas penitentes quedaron solas. Su padre convirtió su viudez en un sacerdocio, consideraba la sola posibilidad de un segundo matrimonio una infidelidad post mortem. Estudió, y se ordenó sacerdote, dejó de curar enfermos para sanar almas. Sus misas eran muy ortodoxas, solemnes, serias. El negro le sentaba, como, al paso del tiempo le iban sentando sus tantas desgracias, pues él también había padecido lo suyo y jamás se le escuchó una queja, aceptó lo que la vida le dio sin objetar. El vínculo entre Almita y su abuelo se fortaleció, por momentos, pero también se reforzó la unión entre padre e hija. Finalmente sus vidas se iban encarrilando y aceptando las virtudes y defectos de cada uno fueron construyendo una familia muy particular. Un sacerdote con una hija la que a su vez era madre soltera. No todos comprendieron esta situación, pero se fueron habituando a la misma. La iglesia necesitaba sacerdotes y si bien él ya tenía una gran carga con el cuidado de su hija y de su nieta, se abocó con energía y desesperación, a su nueva función, la de consolar y aconsejar al prójimo. En la primera se había doctorado, tantos duelos propios le habían enseñado a convertir lo malo en un consuelo para el alma, tan partida, tan resquebrajada. En cuanto a aconsejar imagino que poco habrá podido hacer un hombre en cuya casa reinaba el más grande de los desórdenes, nadie tenía rol asignado, así que se intercambiaban en una madeja de confusión, en la que ni ellos mismos sabían bien como comportarse con respecto a los otros. Cuando, finalmente, y luego de tanto rumbear por los vericuetos de sus vidas, llegaron a conocerse, comprenderse y aceptarse, la temida desgracia tocó nuevamente a su puerta, sin alarde, sin fanfarrias, con franca confianza, pues conocía cada rincón de esas almas tan visitadas. Almita estaba enferma, se desconocía qué padecía, estaba débil y se decidió internarla, a pesar de que Alma no quería acompañarla, la obligaron, pues toda madre debe velar por su hija, así se lo dijeron las enfermeras. Y ella entre sueños cortos y largos, veló por Mita. En sus eternos sopores todos los médicos diagnosticaban una profunda depresión debida a tanto dolor, a la pérdida de su abuela, a una reacomodación familiar. El diagnóstico fue dado y era irrefutable, tenía cáncer de cerebro, solo contaba 25 años, su padre se desmoronó. No sabía ni entendía como reordenar tanto dolor, así Alma cobró años de olvidos con un gran protagonismo, había comenzado a vivir, cuando ya estaba muriendo. Mita quedó relegada, tenía 9 años y un cansancio de varias vidas en esos hermosos ojos negros que miraban con melancolía. Su vida desde la muerte de su bisabuela había transcurrido en el miedo. Recuerdo que llegué una mañana al hospital Algerich para visitar a una amiga y ví a Alma en las salas para pacientes preoperatorios, la ví radiante, se reía, estaba animada, a pesar de su escasísimo peso, solo treinta y tres kilos. Los doctores la iban a operar pero, no esperaban chance alguna. Me acerqué a su cama y sin saber cómo ni porqué comencé a visitarla a diario y ella me relató su historia.En esos encuentros alternábamos, charlas, recuerdos, juegos. Estaba en una habitación con otras dos personas, separadas por una media pared, la del baño, de otras tres. Entre todos conversábamos, nos reíamos, esperábamos. Llegó su cumpleaños le llevé una planta de violetas para que pusiera en su mesa de luz, abarrotada con estampitas de santos. Ella la vio y contenta dijo “es hermosa blanca como la nieve”. Al día siguiente Alma había perdido la vista y ya no la recuperó hasta el día de su muerte. Pese a los malos augurios, debidos más que nada a su mal estado de nutrición, Alma salió de la operación y sobrevivió, pero ya sumaba a su sordera, cada vez más aguda, la ceguera, la falta del gusto y del olfato. Nada podía hacerse. Su padre pasaba todos los días dando la eucaristía a quien se la pidiese, Alma la tomaba a diario. Unos meses más tarde me contó que en la sala de operación se le había aparecido la Virgen y su madre y le habían dicho que se quedara tranquila que su hora no había llegado aún. Su madre le dijo cuanto la amaba y ella estaba llena de gozo, un gozo extraño para aquel que la visitaba pues jamás se quejaba por lo que había perdido, siempre agradecía lo que había ganado, según ella una nueva posibilidad de una vida y de encontrar un marido y con él un amor para toda la vida. Salió del hospital con un pronóstico malo, su vida sería corta, sus facultades decaerían día a día. El padre, ante este diagnóstico y para evitar respuestas a preguntas inoportunas de vecinos curiosos, pidió una iglesia alejada del conurbano bonaerense, fue así como los tres se trasladaron a un pueblito. Se alojaron en la casa parroquial, pegada al colegio de monjas al que acudiría Mita. El padre fue un solícito enfermero, ella se fue acostumbrando a su ceguera, fue a un colegio especial para no videntes y hasta llegó a viajar sola en bus, hecho que ni siquiera hacía cuando estaba sana. Se manejaba hábilmente por su casa y no temía salir sola, acompañada de su blanco bastón. Almita se había hecho de amigas estaba entrando rápidamente a su adolescencia y necesitaba respirar otro aire diferente al del dolor y eterno pesar. Se avergonzaba de su madre y trataba de distanciarse de ella pero, cuanto más trataba más ligaba su vida a la de ella. Alma tuvo tres operaciones más, pero la mantenían con una medicina alternativa, pues por la ortodoxa estaba desahuciada y si bien sus nalgas tenían la dureza de una roca, debido a los pinchazos diarios, ella resistía, ella quería seguir viviendo pues debía encontrar el amor. Su soledad era grande, distanciada de la familia, con una hija que salía con amigas y pasaba largas horas fuera de su hogar y un padre, quien debido a su cargo sacerdotal debía ausentarse, a veces por días, ella sola en la oscuridad de esa casa pasaba las horas escuchando música y manteniendo su mirada serena, sus manos relajadas, su postura tranquila, la que debido a su enfermedad y a su invalidez había adquirido las características de una persona anciana, golpeada por la vida. Pero, ella era feliz, seguía diciendo que sus encuentros con la Virgen y con su madre eran más frecuentes y siempre le decían cuanto la amaban. Solo así uno podía explicarse tanta beatitud, tanta paz. Un día fui a visitarla, la casa era un caos, Almita, medio abandonada, su mirada triste, miraba hacia el infinito, como buscando un fin a tantos sinsabores, a tantos dolores, esos ojos estaban más allá del que la mirase. Estaban solas, el padre se había ido por dos días y en ese caos, entre perros, comidas olvidadas en la mesada, ropa sucia, camas deshechas, telas de araña por doquier, estaba ella con una amplia sonrisa contenta por el reencuentro, por la visita inesperada. Hablaba sin parar, como para recordar cada palabra que se dijera en las horas que continuarían de eternos silencios. Nunca habló sobre su enfermedad, nunca se quejó, minimizaba el hecho, como si ese hecho terrible y trágico hubiera sido el que le permitió reencontrarse con su madre y escuchar a cada momento cuanto la amaba y que con ella estaba. Almita estaba desmejorada, sus notas decaían a la par que su estado anímico, un abuelo ausente, una madre más ausente aún la empujaron a emprender el mismo camino que Alma, a buscar en encuentros amorosos casuales una escapatoria, un respiro, pero contrariamente a su madre, no buscaba un amor para toda la vida, era una descreída del amor, ella solo buscaba un hombre para encontrar a través de él una familia, padres y hermanos.Necesitaba ser adoptada por una familia, en donde la definición de roles, le dieran la seguridad y tranquilidad que jamás había gozado en su vida. A su pesar mucho buscó pero, solo se encontró con los mismos momentos de placer, momentos de los que ella ni gozaba, pues poca importancia les daba. Sus expectativas se iban desvaneciendo, ya no quería ser doctora, solo quería escapar a un destino, el que se le antojaba tan trágico como el de su familia. Solo necesitaba huir, esto era lo único que no podía hacer. Recurría a artificios mentales, o a escapatorias por las noches, por la ventana, sabiendo que aunque durmiera en la misma habitación que su madre, ella no la escucharía, ni la vería. Nadie supo que hacía en esas huidas nocturnas, esbozo, quizás de una fuga más grande que la obsesionaba, siempre volvía a la madrugada. Siempre me dijo que deseaba irse lejos y olvidarse de todo y de todos. El tiempo no le permitió huir pero, sí se quedó sola, al menos pudo proyectar su vida. Almita era el brazo derecho de su madre y eso la agobiaba, desde chica había aprendido a ser más madre que hija ayudando a una inválida, que aunque alegre y no quejosa no dejaba de ser una carga, por momentos, demasiado pesada. El padre de Alma luchó por volver a la civilización, tan añorada, tan deseada, pues tanto campo se le antojaba asfixiante. El solía venir a la capital una vez al mes quedándose unos días. Alma solo lo hacía cuando la aquejaba algún dolor infrecuente, o cuando algún análisis así lo requería, Almita jamás volvió a la capital en esos años de exilio. Sin siquiera conocer su parecer se encontró una mañana alejándose de un lugar en el que había encontrado un refugio a su desdicha, volvió a la capital. Volvería a su antigua casa, a sus tan remotos y temidos recuerdos, a un pasado tan querido como temido. No hubo despedidas al irse como tampoco bienvenidas al volver. Su vida era callada, como su mundo, ese mundo que el destino le entregó y ella acunó, alimentó sin apenas modificarlo. Alma al regresar a su vieja casa fue feliz, todos sus recuerdos estaban ahí podía tocarlos cuando quisiera, recorrerlos mentalmente cuando lo necesitase y si bien su soledad era la misma, la vida le había sonreído trayéndola de vuelta. Su barrio, sus calles, sus casas, tan conocidas por una memoria intacta. Decía que a veces podía ver luces, no sé si era verdad o solo producto del recuerdo de la vista que había perdido, pero ella pedía y estaba segura que se le daría una sola cosa, la vista. No pedía ser curada de su enfermedad, ni de su sordera, a la que ya estaba habituada, solo pedía volver a ver, nada más, un pequeño milagro recuperar su visión y justo ese milagro fisiológicamente era imposible pues en su primer operación le habían tenido que cortar el nervio óptico pues el tumor se alojaba encima de este, si hubieran operado antes quizás hubiera tenido más chances, pero, desgraciadamente estaban en un hospital, en donde la cadena de falencias va en detrimento del paciente, muchas operaciones, todas de urgencia, pocos quirófanos, eso se traducía en largas esperas. En el momento en que solo vio una flor blanca en lugar de una violeta su suerte ya estaba echada. Se había vuelto muy devota, de eucaristía diaria, de plegaria cotidiana, solo rogaba recuperar la vista para ver al amor de su vida. Durante este nuevo período de su vida, ya llevaba más de cinco años de enfermedad, lejos de no gustar seguía teniendo algunos pretendientes, recuerdo especialmente uno, un muchacho que era voluntario en la parroquia, quien ya había estado enamorado de ella antes de su dolencia, durante la misma y ahora, presentándose en su casa. Su padre esperaba pacientemente que este cumpliera los requisitos de su hija de esa manera la casaría, y ella se iría con su hija y él estaría lo más cercano a la felicidad que hombre alguno pudiera desear. Pero, Alma no lo soportaba, justo al único que le pidió solemnemente ponerse de novios. La vida de su padre tampoco había sido un lecho de rosas, dos hijas muertas, su esposa, una hija con cáncer y una nieta indomable con la que ya no podía batallar, estaba exhausto, quizás sentía que su tiempo se acortaba y que debía disponer las cosas de manera tal que su hija siguiera con esa medicina, cara pero efectiva la que la había mantenido con vida durante todo ese tiempo. Hacía malabares con una economía que no le era suficiente para los gastos que demandaba la enfermedad. Su hija, al principio la ignorada, luego la querida, ahora la adorada y la necesitada, se habían hecho tan compinches, todo lo compartía con ella, con quien más. Su hijo se había casado, había tenido dos hijos y se había alejado, era muy sensible, no había soportado la enfermedad de la madre, menos aún la de una hermana que para él era más una desconocida, pues nunca habían sido unidos, nunca habían compartido soledades. Su padre también luchaba por un espacio en este mundo, siempre había ayudado, había padecido sin quejarse y era el más fiel seguidor de un Dios que lo castigaba sin tregua lo que lo fortalecía convirtiéndolo en invencible. O quizás solo tenía a un Dios que lo sostuviera. Leía ávidamente su Biblia buscando encontrar en esas páginas tan ojeadas una explicación a todas sus penurias, las que eran inagotables, nadie supo jamás qué pasaba por su mente pues era hermético con sus sentimientos. Muchos criticaron su egoísmo consideraron que un sacerdocio con una hija inválida, y una nieta a su cuidado, era una ironía, su calvario estaba en su casa no fuera de ella, no tenía necesidad de buscar nuevos pesares, pues ya los tenía en abundancia. Para él el sacerdocio fue su fuente de aceptación a tanto dolor. Era de ideas rígidas, y noble corazón. Era muy conservador y hermético, seguramente este conservadurismo fue el que le permitió sobrevivir a su propia vida y a sus propias desdichas, si hubiera intentado abrirse seguramente se hubiera desmoronado cayendo en un mar de lágrimas pues un verdadero mar era lo que bullía en su interior, un mar de dolores y un mar de impotencias. Era conciente de que iba a enterrar a su tercer hija y eso era demasiado, debía ocultarse, encerrarse en un lugar en donde nadie lo encontrara y solo él tuviera la llave para entrar y salir cuando las circunstancias se lo permitieran, ese lugar era la religión y debía ser rígida porque rígidas y sin lugar a réplica habían sido y seguían siendo sus desdichas. Alma acompañaba a su padre a misa, comulgaba, oraba. Según me contó un día su madre se le aparecía con mayor frecuencia desde hacía un tiempo, y siempre le extendía los brazos diciéndole cuanto la amaba, cuanto la había amado. Estaba sonriente y feliz porque a pesar de los años transcurridos desde su muerte y de los desprecios hechos en vida, ahora en su ceguera solo la veía a ella quien la conformaba, la amaba, la alentaba, y ella repetía lo mucho que era amada por su madre. Con el tiempo fue incorporando estos encuentros metafísicos con recuerdos de su infancia transmutándolos, convirtiéndolos en algo que no fueron pero, para ella llevaban el sello de la realidad más absoluta. Guardaba objetos de su madre con tanto cuidado como si fuera su madre misma a quien tuviera que cuidar, que guardar para no olvidar. Almita, había decidido alejarse de tantos recuerdos en los que ella no estaba integrada pues había nacido después. Su familia materna era muy pequeña y casi todos estaban muertos, a muchos ni siquiera los había conocido, y a los que conocía, por circunstancias del todo desconocidas para ella, no los veía. Su abuelo y su madre se pasaban las horas recordando gente que ella solo conocía a través de esas conversaciones, eso era la mejor de las veces, en los peores casos se enredaban en chistes de humor negro, los que en realidad terminaban siendo macabros, en los que apostaban por quien moriría antes de los dos, él decía que moriría primero, y ella retrucaba su apuesta tomando el primer lugar. Para ellos estas apuestas les servían para desdramatizar una situación instalada y que dejaba poco margen para una salida airosa, pero para Almita era decididamente insoportable asistir a estos juegos, se le hacía repugnante, no irrespetuoso, pues había sabido convivir con la muerte quien le respiraba en el cuello con su fétido aliento, pero no podía soportar el instalar un juego, el que comenzó un día por azar y de manera teméricamente graciosa, formó parte de una rutina cotidiana. Cuando ellos comenzaban con sus tétricas bromas, ella simplemente se alejaba, se iba a su cuarto o salía con sus amigos pero, tomaba distancia. Su vida la abrumaba no encontraba una salida, ya había dejado de pensar en un futuro de gloria, sea a través del estudio, sea a través de un buen trabajo. Sabía que su madre tenía los días contados, y debía vivir con ello, y con su abuelo, si seguía con él, su relación se había ido deteriorando en el momento en el que él se puso a confraternizar de manera imprudente con la fantasía de la muerte. Solo eso veía a su alrededor cada vez que entraba a su casa, muerte, sea hablada, sea burlada, sea vista. Despreciaba a ambos por ser tan crueles entre ellos y lo que era peor con ella, no habiéndola alejado de esto e involucrándola tan profundamente, haciéndola partícipe, sin su consentimiento de estos tristes finales familiares, pues por lo que decían, su familia siempre había sido trágica. Todas las mañanas debía oír a su madre recordar a todos los muertos de la familia, por la noche cuando llegaba su abuelo recordaba al muerto de turno contando anécdotas vividas con él o con ella. Mita se sentía abrumada por tanto pesar, por tantas tinieblas, ella quería vivir en el seno de una familia normal, que hablase de temas normales y sencillos y que recordara que existían vivos y no solo muertos. Sus notas bajaban en relación directa a su ánimo. Cada tanto llevaba algún novio a su casa, todos eran desaprobados por su abuelo aunque, él agotado por sostener a su hija en su enfermedad poca importancia le daba. El estado físico de él también deterioraba y sin embargo nadie lo notaba. Nada le importaba sobre él y sus necesidades o falencias físicas, sabía que tenía más seres queridos arriba de los que le restaban abajo, así fue como le restó importancia a la muerte quitándole todo el miedo que ella podía inspirarle. Alma había comenzado a vivir cuando le diagnosticaron su cáncer, recién ahí se sintió vista, de alguna manera mimada, encontrando en los cuidados médicos una preocupación por su persona. No dramatizó su enfermedad pues esta la liberó de una vida gris, de olvido e ignorancia permanentes. Ahora vivían para ella. Había encontrado un camino de encuentro con su padre, un sostén, más ficticio que real, en su hija, y el amor de su madre cada vez que ella se le presentaba. No temía el más allá, pues en cierta manera ya lo estaba viviendo. Pasaron tres años y un día llegó su padre, ella estaba reposando, tomando una siesta, su padre se le abalanzó y en un grito sordo le dijo “Alma me estoy muriendo”, ella restó importancia y ni siquiera escuchó cuando llegó la ambulancia seguida de su hermano, su padre ya estaba muerto. Ahí comenzó el principio del fin para Alma. Su padre tuvo un hermoso funeral, ella junto a su padre enterró sus expectativas de vida. Su hija lentamente trataba de rehacer, de retazos, una vida. Llevó a vivir a una amiga con ellas y las tres se mantuvieron lo más unidas que las propias posibilidades se lo permitieron. Su hermano no podía pagar una medicina alternativa muy cara para un hombre con familia, la llevaba a los controles médicos pero, a ella lo que la mantenía con vida no eran los médicos sino esa medicina y la unión establecida con su padre. Ya había dejado de buscar al amor de su vida pues sabía que ya no lo encontraría, y tampoco lo necesitaba, solo necesitaba reunirse con aquellos a quienes ella más amaba, con sus padres y su abuela, y porqué no con ese abuelo que en un acto altruista había negociado con Dios trocando su vida por la de ella. Tanto se lo habían repetido que estaba convencida de la veracidad de tal hecho. Seguía su vida, con menos charlas, con menos ruidos, con menos expectativas, lo único que pedía era ver aunque más no fuera por última vez. Una mañana temprano me avisaron que Alma estaba grave, su situación era comprometida. La llamé inmediatamente a su casa, luego me refirieron que un sacerdote amigo de la familia, su amiga y Mita, llevaron la cama hasta el teléfono. No recordaba las relaciones de parentesco, aunque recordaba el nombre de cada uno, y entre risas, pues no hubo ni un solo llanto, al menos no de parte de ella, le dije “Alma no vas a abandonar la carrera, todavía tenés que encontrar al amor de tu vida”, ella rió con ganas y me dijo que seguiría buscándolo, que solo esperaba reponerse de esta recaída y salir en busca del amor. Luego la llamé dos veces a la clínica, le sostenían el teléfono, balbuceaba pero, siempre sonreía y repetía “después de salir de esta me caso”. Fueron las últimas veces que hablé con ella. Un par de meses más tarde me llamaron para decirme que el 27 de febrero, luego de diez años de luchar contra su enfermedad Alma había muerto, dejando sus sueños volar por el aire. Un año y medio sobrevivió a su padre. Seguramente sus padres la debieron de haber recibido con los brazos abiertos y la habrán llenado de amor. Pues el único amor que buscaba era el de su madre y para encontrarlo debía reunirse con ella. Nada importante dejó Alma, su legado fue pobre, pero para mí fue la luchadora más tenaz contra la muerte y la venció pues se fue por propia voluntad a buscar el amor de su vida, que no era otro que el amor maternal, el amor negado en vida. Su vida fue un calvario, su muerte fue el comienzo de su verdadera vida de aquella que tendría que haber sido y que no fue. Terminó donde tendría que haber comenzado. Jamás se quejó, pocas veces lloró pero, nunca dejó de buscar el amor, y ese amor la llevó a vencer a su más temeraria enemiga, la muerte. Mita por su parte siguió buscando una familia, fracasó en el intento, pero conociendo su tenacidad no dudo que la encontrará, pero esa, esa es otra historia.
Posted on: Sun, 08 Sep 2013 21:22:08 +0000

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