Capítulo II El fundador —Como ustedes lo han dicho - TopicsExpress



          

Capítulo II El fundador —Como ustedes lo han dicho caballeros, la decisión está tomada, no hay vuelta atrás— dijo el hombre, mirando tímidamente a las personas que se hallaban frente a él. Es cuestión de tiempo para que todo se derrumbe definitivamente. Mejor actuar rápido, la supervivencia del hombre mismo está en juego. Veinte años después a ochocientos metros bajo tierra, el doctor Humbert Grenlich se preguntaba si aquélla había sido la única opción. Caminando pesadamente por el pasillo que unía los laboratorios con la zona de dormitorios, seguía recordando la trascendental reunión. De un lado, el grupo compuesto por los doce científicos a cargo del plan; del otro lado, los siete políticos más influyentes del mundo. El lugar, una pequeña y discreta oficina en el edificio central de la ONU en Pekín. Éste había sido el último cónclave de una serie de dieciocho realizados durante tres años y medio. El tópico principal, desde el primer encuentro, fue el de la superpoblación mundial. En aquel diciembre del 2083 las cifras hablaban de más de trece mil millones de habitantes. El hecho adquiría características dramáticas debido a la escasez de alimentos. Un panorama que había sobrepasado las proyecciones más pesimistas. El 60 por ciento de las tierras cultivables a principios de siglo eran ahora nuevas zonas marinas. El calentamiento global estaba derritiendo en forma acelerada el hielo polar. En ocho décadas la tierra seca se redujo casi a la mitad. El 95 por ciento de los seres humanos vivía hacinado en gigantescas ciudades. El caos empezaba a imperar en gran parte de ellas. Se habían construido unas especies de ciudadelas internas en donde vivían acuartelados los privilegiados de siempre. Esta elite buscaba desesperadamente una salida al colapso que se avecinaba. El doctor Grenlich, prestigioso físico nuclear quien residía por entonces en la fortaleza de Berlín, era consciente de la urgencia de llevar a cabo un cambio radical que salvaguardara la especie. O por lo menos, a los privilegiados. “El holocausto no va a ser nuclear como se pronostica desde el siglo pasado, sino que los humanos terminarían comiéndose unos a otros”, comentaba el científico a quien quisiese oírlo. Otra de las principales causas del descalabro mundial radicaba en que este reducido núcleo de gente multimillonaria no estaba dispuesto, de ninguna forma, a utilizar esa riqueza para ayudar a sus semejantes. De esto, lamentablemente, Grenlich tomaría conciencia años después. En esas aciagas jornadas fue estructurando en su mente la estrategia. A primera instancia, ridícula por lo descabellada. Cobró impulso cuando se la presentó, casi como una broma de mal gusto, a tres respetados colegas en una mesa de café. La reacción seria y meditada de sus interlocutores fue el puntapié inicial. A partir de allí, buscó el apoyo de los grandes "iluminados" de la comunidad científica y cuando estuvieron seguros de su viabilidad, la presentaron ante los popes políticos. Se edificarían diez ciudades subterráneas, a un kilómetro de profundidad. Deberían estar en las zonas más apartadas de los centros poblacionales. Era imprescindible garantizar la perfecta comunicación entre todas ellas. Pasase lo que pasase no se podía nunca interrumpir el contacto. Deberían contar con todos los elementos técnicos y humanos que garantizaran su completa autogestión. Ocho mil personas en cada núcleo con el espacio y sobradas comodidades para sobrevivir meses y hasta años si fuese necesario. Mientras tanto, en la superficie, las masas hambrientas asolarían el planeta. Los costos de esta obra faraónica serían solventados por los siete gobiernos que regían el planeta: China, India, la comunidad europea, EE UU, Brasil, Irán e Israel. Todos coordinados por la ONU. Sólo un pequeño núcleo de influyentes en cada país estaría al corriente del emprendimiento. El secreto y la discreción absolutos serían los únicos garantes del éxito. Tras un arduo debate, en la cuarta reunión, después de limadas algunas diferencias se autorizó el comienzo de todas las ciudades en forma simultánea. En tres años los trabajos debían estar terminados. Dejó las botas abajo de la cama y se sacó con desgano las medias azules. Recostó su cuerpo sobre el colchón blando y volvió a interrogarse si no existió otra salida. Vivía deprimido, la conciencia lo martirizaba y ni siquiera tenía la certeza de que lo hecho iba a terminar en algo positivo. Recordaba nítidamente la reunión final y la cara de espanto de la mayoría de los allí presentes. En encuentros anteriores habían sido los mismos políticos los que primero hablaron de la solución radical y preguntaron a los científicos sobre el mejor método para hacerlo. A medida que los hambrientos avanzaban, la idea fue cobrando fuerza y terminó presentándose como una dolorosa pero rápida vía de acción. No había vuelta atrás, Grenlich lo sabía. Lo más triste resultó ser que fue él quien comenzó a rodar la bola de nieve. Aunque aquella idea genocida jamás pasó por su cabeza, hoy no entendía cómo en un momento consintió aquella monstruosidad. Acabar con los pobres para no tener que lidiar más con ese urticante problema. Ni Hitler hubiese maquinado tamaña solución. Las ciudades estaban listas, llegó el tiempo de apretar el botón y exterminar a trece mil millones de personas. Supuestamente lo mejor del género estaba guardado un kilómetro bajo tierra. Tomó dos somníferos con un trago de té frío, se tapó con una frazada de algodón y escondió la cabeza bajo la almohada rogando al contaminado cielo no despertar jamás. Sintió la laptop aprisionada bajo su axila derecha y el peso de un libro sostenido por la izquierda. Su ánimo era excelente, la belleza del paisaje estimulaba al máximo los sentidos. Iba cantando una pegadiza canción, centenaria ya. “Let it be” de los Beatles. Dos voces femeninas le hacían los coros entre risas y empujones. Venían de la universidad, después de dos horas de una tediosa clase de física quántica no habían aguantado más, escapándose en búsqueda de un poco de aire puro. Transitaban la zona entre Cottbus y Lübben conocida como SpreeForest. Allí el río se dividía en decenas de canales. Era un lugar de recreación casi obligado para los jóvenes berlineses a mediados del siglo XXI. Se vio entonces sobrevolando el parque, abajo el joven Grenlich se hallaba involucrado en una acalorada discusión política, defendiendo con vehemencia la posición de la izquierda estudiantil. Había que ayudar a los humildes obligando a los ricos a compartir sus ofensivos excedentes. Diplomáticamente primero y por la fuerza después si fuese necesario. Los jóvenes intelectuales debían ser la punta de lanza en la organización de las masas famélicas. La urgencia radicaba en que los primeros muros habían comenzado a alzarse alrededor de los fastuosos barrios donde se escondían los dueños del planeta. El viejo Humbert observaba la escena desde lo alto rodeado de grandes flores amarillas de un pópulo canadiense. ¿Flores amarillas? Tenían un fuerte y desagradable olor que lo obligaba a respirar por la boca. Miraba con orgullo y admiración a aquel joven lleno de vitalidad que luchaba contra molinos de viento. Buscaba cambiar el mundo, arriesgando la vida si fuese menester. Nada ni nadie parecían poder detenerlo. Vergüenza, una húmeda y fría vergüenza copaba sus pulmones impidiéndole casi respirar. Miró sus ajadas manos, treinta años más viejas. Un rostro sin ojos y una inmensa boca negra se reflejaron en un canal de agua. Intentó gritar y no pudo. Abajo, el muchacho y sus amigas se alejaban cantando seguidos por cientos de palomas. Quiso seguirlos, pero avanzaba en dirección contraria, hacia un horizonte cubierto de millones de siluetas. Cuerpos huesudos, recubiertos por una fina piel amarilla lo iban sepultando poco a poco. Aullidos de dolor, ruegos y ese insoportable olor a carne podrida. El cielo ya no era más azul sino de un rojo vivo. Escuchó estruendos y un instante antes de abrir los ojos había comenzado a llover sangre. Respiró agitado, su cuerpo estaba empapado de sudor y le latían dolorosamente las sienes. Tiró el cobertor al suelo y se tapó la cara con las manos sollozando agriamente. Luego de unos minutos y tres pastillas más, bajó los párpados y trató de dormir. Sabía que miles de desfigurados rostros, profiriendo los gritos más agudos volverían esa noche a poblar sus pesadillas.
Posted on: Sat, 27 Jul 2013 21:01:37 +0000

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