El hijo único es un ser a quien tanto se le ampara que a la - TopicsExpress



          

El hijo único es un ser a quien tanto se le ampara que a la postre llega ser un desamparado. Esto tiene sus bemoles. Y sus sostenidos. Yo lo fui durante algunos catastróficos años, hasta que llegó mi hermanita y me quitó solio y corona. Mientras “fui sola”, mi dictadura extendió sus dominios por amistades, familia, cocina y sitios circunvecinos. Mi palabra era orden inmediata y cumplimiento estricto. Guay de quien se opusiera: si era sirviente, desaparecía, y si era pariente, condenado estaba al ostracismo. Mi propia alimentación era dirigida por mi personilla. En cuanto supe del deleite que significa paladear chocolate, dispuse que fuera mi único e indígena sustento. A mañana, tarde y merienda, se aparecía una taza, tamaño obispo, que yo consumía con lentitud. A mi vera, molinillo en mano, una sirvienta meneaba a cada sorbo el líquido alimento, para mantener constante la espuma y efervescente la apariencia. No pan, no legumbres, no carnes. Dentro de su robusta incultura médica, mamá se sobresaltaba por mi rara dieta y a hurtadillas mezclaba tres huevos en el chocolate, para “darme fuerza”. Total, dos litros y medio del líquido azteca y nueve huevos repartidos en el día, eran las tres patadas al hígado que se me administraban con mucho cariño. Así llegué a los ocho años de edad. Un día descubrí, a dos esquinas de la casa, a una oliente fritanguera que daba a su clientela insospechadas y desconocidas cosas: tacos, sopes, tostadas, Este descubrimiento, después del de Cristóbal Colón, fue lo que más me impresionó. Para desgracia familiar, opté por comer, como único tema, lo elaborado en la esquina. Grandes y graves berrinches hubo de por medio hasta conseguirlo. Cuentas las crónicas que la vendedora recibió a mis espaldas, incógnitos subsidios para elevar la calidad higiénica de sus guisos. Pero el apogeo de mi reinado señaló su declive con la aparición de una estrella: mi dulce y odiada hermanita. De tan “mona” que era, se trepó a la punta del árbol familiar. Desde ahí ordenó mi destierro. En honor a la verdad, casi era necesario porque yo me había convertido en un monstruito bastante desagradable. Así llegué al internado de monjas, las únicas capaces de enderezar entuertos, según consejo de familia. El primer problema se apareció el primer día, justo a la hora del yantar. Claro. En el inmenso refectorio, donde decenas de chiquillas comíamos en mesas distribuidas precisamente en decenas, en perfecto silencio bucal, solo alterado por el necesario ruido de cubiertos y trastos, se apareció ante mí un enorme platón humeante y blanquecino. -¿Qué es esaf porquería? –pregunté en voz baja. -Esta porquería se llama “zanahorias en salsa blanca” y se la va a comer- ordenó la “decuriona”, o sea la mandamás de mi mesa. Sonreí con toda la ironía que pude acopiar y retiré lo que me habían servido. La decuriona me acercó el plato y yo insistí en apartarlo con violencia. Al movimiento se acercó la monja: -¿Qué sucede? -Es la nueva –informó la decuriona y añadió un bisbiseo sigiloso al que la monja respondió con otro. En el acto me retiraron las zanahorias pero también el pan y el resto de la comida. Encogí los hombros. Hacia la cena, cuando entrábamos de nueva cuenta al comedor, distinguí de inmediato el mismo plato de zanahorias con salsa blanca; sólo que ahora ya no humeaba. Antes de sentarnos, mis compañeras todas se habían dado cuenta de la situación y la comentaban con miradas, sonrisas y codazos. Yo me sentía nuevamente el centro de atracción, decidida a seguir adelante con mi número. No probé pues, las zanahorias. Pero nadie me indicó que las comiera, ni tampoco me trajeron otra cosa que cenar. Al ir a dormir, misteriosos ruidos interiores me indicaron que sólo aire tenía dentro. A más de disgusto. Al desayuno, en vez de café con leche, frijoles con huevo y pan, pitanza de mis compañeras, se apareció el mismo plato. Mi necesidad iba en aumento y trataba de ahogar mi orgullo. ¿Pensarían matarme de hambre? ¿A qué sabría esa “porquería” que por primera vez en mi vida me obligaban a conocer y comer? ¿Qué no sabían que mi padre era un poderoso señor capaz de cerrarles el colegio si me contrariaban? MI rabia era espantosa. Una rubia compañerita me dijo por lo bajo: -come tantito, estás pálida. Mi respuesta le arrancó un puchero: -Metiche babosa. En el recreo me pegué a la llave del agua, bebí lo más que pude y me apreté el cinturón. Me dolía la cabeza y no tenía deseos de jugar. ¡Condenadas! Me las iban a pagar todas juntas. Porque yo iba a morir y mis papás llegarían a hacer justicia. También ellos se iban a arrepentir de haberme enjaulado. Todo sería tarde. Llorarían mucho. -¿Por qué se murió nuestra hijita? –preguntarían. -Porque la matamos de hambre. O a lo mejor contestaban: -Porque ustedes nos dijeron que la enseñáramos a comer de todo. (Ajá. Estaban de acuerdo). Mejor sería morir. ¡Pero qué hambre hacía! La campana tocó a refectorio. Entramos. Mi plato, mi terrible plato tenía las zanahorias de hacía veinticuatro horas. Igualitas. Nos sentamos. No podía más. Tomé el tenedor y lo encajé con fiereza en una rodajita. Pero al aproximármelo a la boca me di cuenta de que todas las miradas estaban sobre mí. Yo era el centro. Otra vez el centro. Lentamente bajé tenedor y retiré el plato con una sonrisa de triunfo. Cuando la noche volvió, de nuevo me sentí definitivamente mal. Ya no me dolía tanto la cabeza. Pero me sentía mal, muy mal. Llegamos al refectorio. Una compañera leía la vida de no sé qué santo, en voz fuerte para dominar el barullo de cubiertos y platos. ¡Qué malas eran mis compañeras! Nadie me había dado nada en los recreos. Ni un dulce. El mundo estaba contra mí. Seguro estaba ya descompuesto. Y yo me sentía mal, muy mal. De pronto, de no sé qué fuente potencial, comenzaron a brotarme hilos de lágrimas. Algunas cayeron en el plato. Y mi mano, armada de tenedor y autómata en sus movimientos, empezó a trinchar rodajas de zanahorias que desaparecían ávidamente en mi boca. Cuando las hube terminado, la sonriente decuriona surgió con el café con leche y los frijoles con huevo. -Coma despacio y le sirvo más –me aconsejó. –Porque al fin y al cabo que las zanahorias con salsa de lágrimas… dan apetito. *Capítulo IX. La Sombra niña, por Griselda Alvarez. Segunda Edición. Claudette
Posted on: Fri, 05 Jul 2013 22:27:35 +0000

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