El indiscreto estilo de los antihéroes Un homenaje a Gilligan y - TopicsExpress



          

El indiscreto estilo de los antihéroes Un homenaje a Gilligan y el Superagente 86 Hablo de Bob Denver y Don Adams, más conocidos como Gilligan y Maxwell Smart. Y quizá las nuevas generaciones no sepan que, para quienes fuimos niños en los años sesentas, sus decesos significan una íntima tragedia, una secreta pena de impune nostalgia, de esas que uno no sabe cómo arrancarse del alma. A lo mejor escribiendo, pero quién sabe porque cómo recuperar con las palabras aquellas risas infantiles que provocaba sin mayores esfuerzos el Superagente 86, “temible operario del recontraespionaje”, cuando hablaba lúcidas incoherencias por su zapatófono en la mitad de un concurrido restaurante. Cómo volver a vivir, con el temblor de una inocencia que se perdió entre la brisa de tantos diciembres, las aventuras de Gilligan y sus acompañantes en aquella isla que era como una maqueta del universo, como esos modelos Revell de barcos y portaviones que armábamos en aquel tiempo con la ilusión de hacernos a la mar, quizá para llegar hasta la isla de Gilligan. Y es que entre más uno vive, más se da cuenta de que quienes nos han hecho reír con el tiempo se convierten en íconos que nuestra memoria preserva como mecanismos de defensa contra la adversidad. La misión de los humoristas adquiere así un carácter sagrado, y una sociedad que no los tolera está más enferma de lo que es capaz de confesarse a sí misma. Es sabido que Pericles asistía a las comedias en las que Aristófanes hacía mofa del sus capacidades como gobernante, pero a Pericles jamás se le ocurrió mandar a matar al comediógrafo: por el contrario, se reía, gozaba con el ingenio del otro. Por eso Atenas sigue siendo la cuna de la civilización. Por eso en nuestra patria todavía recordamos avergonzados el asesinato de Jaime Garzón. Por eso Estados Unidos continúa siendo un ejemplo de democracia: porque es un país capaz de reírse de sí mismo, según uno puede observar en cada una de sus comedias. Esa risa es una doble demostración de autocrítica y grandeza. Es la risa que provoca el Superagente 86 con su parodia de James Bond, es la que suscita Mel Brooks, guionista de la serie, con una película como Silent movie, donde se burla de las estrellas de Hollywood, es la risa que nos arranca Groucho Marx cuando dice: “jamás sería miembro de un club que aceptara como socio a un tipo como yo”. Por eso nos duele tanto la desaparición de estos dos grandes de la comedia, porque, como los personajes del Chapulín colorado, al que por cierto anticipan, nos preguntamos: “Oh, ¿y ahora quién nos hará reír?” Lo que hay tras una cara Hay algo que tienen en común los cómicos y las modelos que salen en las portadas de las revistas: viven de su cara. Si uno vuelve a ver los capítulos de la comedia o las entrevistas que le hicieron a Don Adams, se encuentra con un ser humano que tenía la capacidad camaleónica de poner las mil y una caras. Sin caer en las muecas hostigantes de un Jim Carey, Adams parece ejercer un control riguroso sobre cada músculo de su rostro, de tal forma que es capaz de expresar las más variadas emociones, actuar en serio como si fuera en broma, o también a la inversa, parodiarse a sí mismo, hacer guiños de inteligencia a los otros actores, y al mismo tiempo mantener claramente informado al espectador sobre lo que está haciendo, todo con una ligera alteración en los gestos de su cara elástica. En esa plasticidad facial está la clave de su genialidad como cómico. La cara de Bob Denver, por otra parte, es la de un personaje cuya bondad va más allá de toda prueba, es un buenazo, un inocente que le cree al capitán, la actriz, el profesor o la pareja de multimillonarios con la misma ingenuidad algo tonta como dicen que los ángeles tocan sus arpas en el cielo. En verdad uno piensa que con esa cara es mejor que Gilligan viva en una isla, rodeado de amigos, y no en medio de las feroces criaturas del mundo real para las cuales no parece estar preparado. ¿O sí? No es tan simple, porque a veces uno piensa que Gilligan pertenece a esa alta dinastía de bobos del cine y la TV norteamericanos, que encuentran en Forrest Gump su máximo exponente de los últimos años, y quienes a la postre se manejan mejor en el mundo que aquellos que orientan sus actos por la ley del más vivo. De cualquier forma, su mejor argumento es sin duda su cara, su emblema moral, su santo y seña frente a la posteridad, que hoy recordamos con la sacra nostalgia que provoca la partida de todo lo que es bueno. Oh, tiempos idos En los tiempos en que pasaban estas series ni siquiera en todas las casas del barrio había televisión. Y el día en que del camión de Sears descendió una misteriosa caja que fue llevada por dos hombres con suma cautela, como si se tratara de algo extremadamente frágil, hasta la sala de estar de la casa, donde los operarios, como si estuvieran desarmando una bomba atómica, procedieron a abrir la caja y de sus tapas abiertas emergió un objeto blanco, que parecía de plástico y tenía antenas como un marciano, ese fecha que se asocia con diciembre como todo lo que vale la pena, sin exageración alguna, fue el día más feliz de nuestra infancia. En esa caja mágica venía un elegante vaquero llamado Bat Masterson, venía una telenovela titulada El enigma de Diana, venían Bonanza y Combate, venían Viaje a las estrellas y Perdidos en el espacio, venían El túnel del tiempo y Viaje al fondo del mar, venía el batimóvil con el dúo dinámico a bordo, y venían, por supuesto, el Superagente 86 y La isla de Gilligan. Tanto venía en esa caja hechizada y hechicera que, cincuenta años después, aún no hemos terminado de vaciar su contenido. Si a cada generación los medios le enseñan una forma de amar –a los jóvenes de hoy, por ejemplo, la retórica erótica del cine les indica que hacer el amor es pegarse contra las paredes y apostar a quién se quita más rápido la ropa–, también les enseñan una forma de reír. Y entre todas esas maravillosas emociones que venían ocultas en la caja mágica, vino también un inolvidable sentido del humor que nos enseñaba a poner las aseveraciones más absolutas en tela de juicio, pero más que nada a reírnos de nosotros mismos, a considerar que el héroe era un tipo muy simpático que podía equivocarse en cualquier momento, pero al mismo tiempo poseía la milagrosa capacidad de reírse de sus propios errores y, más aún, de encontrar en sus limitaciones la salida para las dificultades en las que se hallaba inmerso. Y, por encima de todo, que lo más importante en la vida era ser un tipo agradable y buena gente, dispuesto a dar lo mejor de sí incluso cuando las cosas no le salían del todo bien. Esa lección de vida tan hermosa la aprendimos de Maxwell Smart y de Gilligan, y fue de las mejores enseñanzas que trajo consigo la caja mágica aquella maravillada mañana de diciembre. El estilo del antihéroe Cuando Alonso Quijano, a quien sus vecinos apodaban El Bueno por la naturaleza de sus costumbres, decide hacerse caballero andante y sale a los caminos para deshacer tuertos –no “entuertos”, como dicen muchos– y socorrer a damas en apuros, cuando ese personaje más bien gris decide convertirse en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, en esa calurosa mañana de julio, ya hace cuatrocientos años, estaba naciendo no sólo la novela moderna sino también el indiscreto estilo del antihéroe. Es de fácil suposición que un hombre de la cultura de Mel Brooks ha debido leer la obra cervantina, y de ahí que su personaje no sólo sea una sátira del James Bond de Ian FLeming, sino también un heredero directo de los manes y desmanes que son propios del Caballero de la Triste Figura. Como Don Quijote, Maxwell Smart quiere hacer el bien y restablecer la justicia perdida en el mundo, pero, también a semejanza de su ancestro español, el agente anglosajón termina enrollándolo todo debido a la torpeza de sus procedimientos. Como Don Quijote lucha contra magos y hechiceros, Smart se enfrenta a una no menos herética organización criminal llamada CAOS. Como Don Quijote tiene a su Dulcinea del Toboso, Smart cuenta con la Agente 99. Pero no en vano han pasado los siglos, y a pesar de que el humor de Mel Brooks de alguna forma recibe el legado de Cervantes, el mundo que es objeto de su parodia carece del encanto poético que tenía el del Manco de Lepanto. Pero incluso en esto último, en la intención paródica, no dejan de ser similares. Gilligan, en cambio, debe su registro civil de nacimiento a otro clásico que todos recordamos: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Lo que sucede es que desde el momento mismo en que ya no está solo, sino acompañado por una jocosa comparsa de personajes frívolos, su destino deja de ser trágico para volverse cómico, para adquirir el indiscreto estilo del antihéroe. Lo propio del hombre Dice Francois Rabelais, al comienzo de su obra Gargantúa y Pantagruel, que “lo propio del hombre es reír”. Tanto Bob Denver como Don Adams estarían de acuerdo con esa sentencia clásica, estamos seguros, pero son muy pocos los hombres que poseen la virtud de hacer reír a otros. “Ese es un asunto muy serio”, decía Luis Sandrini con conocimiento de causa. El hombre que nos hace reír nos recuerda el cotidiano absurdo de nuestra condición humana –si es que en verdad somos humanos–. El hombre que nos hace reír nos está enseñando una lección de humildad, de paciencia, de comprensión y de tolerancia. Nos está diciendo con su humor que no vale la pena que nos tomemos nada en serio, que no hay ningún drama, que todo pasa y todo queda porque lo nuestro es pasar. El hombre que nos hace reír es un maestro a quien le debemos gratitud. “Si crees que has entendido el Tao, entonces no has entendido nada; si te ríes, has comenzado a entender”, Han pasado cincuenta años, como cicuenta segundos, como cincuenta siglos, desde la primera vez que Gilligan y Maxwell Smart nos hicieron reír. Entre tantas otras razones, o sinrazones, nos reíamos de nosotros mismos al reírnos de ellos, de sus entrañables locuras. Porque nos enseñaron que todos somos antihéroes, y que ahí reside la íntima grandeza de nuestra historia personal, pues es mucho más humano ser Maxwell Smart que James Bond. Desde la llegada del hombre a la Luna hasta la clonación, desde la guerra del Viet Nam hasta el atentado contra las torres gemelas, desde los Beatles hasta Soda Stereo, desde el cine underground hasta Michael Moore, desde mi vida hasta la tuya, lector amigo, cuántas cosas, imposibles de resumir, acaso infinitas, no habrán sucedido en cinco décadas que, no obstante, a veces parecen un invento de algún hechicero del tiempo. Y, sin embargo, hay algo que se queda; se queda, entre otros dones misteriosos, la risa que nos produjo una remota tarde de nuestra infancia la visión de un personaje demasiado inteligente llamado Maxwell Smart y de otro personaje excesivamente bueno llamado Gilligan. Y esa risa que resuena como un eco por encima de los años nos hace propiamente humanos. Y uno puede hasta agradecer, con la más impune de las nostalgias, a Don Adams y Bob Denver que nos hayan hechos reír durante cincuenta años como seguramente harán reír a Dios por toda la eternidad. Diego Marín Contreras
Posted on: Wed, 02 Oct 2013 20:38:13 +0000

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