Es una historia un poco larga pero tan bonita. Sirva como - TopicsExpress



          

Es una historia un poco larga pero tan bonita. Sirva como homenaje. La última foto de Paco Elvira. Indy y Canela caminan parsimoniosos, con pies de gamuza, por el piso de la Gran Via. Hace días que solo oyen una llave. Los mismos días que no ven a su amado dueño. Saben de Andrea, su hija, que los mima como si estuviese él. Pero no es lo mismo. No. Esas horas, a un lado y otro de la pantalla del ordenador, mientras Paco Elvira, uno de los grandes reporteros gráficos que ha tenido Catalunya en las últimas décadas, afinaba sus fotos, escribía su blog y quién sabe si reeditaba su obra Un día de mayo, eran oro líquido, manjar de dioses, de gatos. Alguien deberá decirles a los preciosos felinos que Paco ya no volverá. Pero ¿cómo se les cuenta a esos animales tan entregados a su amo que Paco resbaló, patinó, apoyó mal sus pies sobre las rocas arrugadas, rotas, arcillosas, húmedas, mojadas de La Falconera y se despeñó 80 metros abajo? Ellos, que son unos saltimbanquis, los mejores equilibristas del sofá, los acróbatas de la mesa de estudio de Paco, no lo entenderían. Andrea, la maravillosa hija de Paco, se ha quedado sola. Sí, cierto, tiene a su madre, Yolanda, y a la compañera de su padre, Eva. Porque Andrea puede vigilar, como hace a diario desde la muerte de su padre, que Indy y Canela no se desesperen y, sobre todo, que no dejen de comer. Le han dicho que los vigile con mimo pero, claro, ella, entre sus estudios de Publicidad, que ya casi acaba, y su trabajo en una tienda, los ve solo a ratos. Ya vigila, ya, sus platos de comida para que no dejen de comer, para que no decidan, por sí mismos, irse ellos también al encontrar a faltar el calor de su amo, pero va a ser desesperante, como lo fue para todos su búsqueda, saber que Paco no volverá. Y es que Paco, amante del campo, de los paisajes, de las fotos hermosas, de su blog, de sus amigos, de los fogones, de los pájaros, de las águilas y los quebrantahuesos había decidido, el sábado 30 de marzo, volver a La Falconera para repasar algunas instantáneas o quien sabe si para renovar su blog, o añadir nuevos capítulos a su novela o, ¡qué caray!, simplemente airearse, airear su Nikon, abrir los ojos, encantarse con la soledad, el paisaje, las fotos y, al final, disfrutar jugueteando con ellas en su ordenador mientras Indy y Canela le asesoraban con su mirada y bostezos sobre la intensidad del color o el encuadre ideal. Se fue en tren, con su mochila y un medio tele siempre recurrente. No le dijo a Andrea dónde iba. Ni a Eva. Tampoco ellas le contaban toda su vida. Paco era como sus rapaces, libre, imaginativo, creativo. Cogió el tren y se bajó en la estación del Garraf, esa desde la que se ve, sí, La Falconera, ya maldita para todos. Cuenta el parte de aquel día que llovía. Y que, a ratos, llovía mucho. Demasiado. Y que hacía viento. Y que, a ratos, hacía mucho viento. Pero Paco no era un pipiolo en la montaña. Sabía lo que hacía y dónde pisaba. Incluso había perseguido cernícalos en los acantilados de Montjuïc. Pero todo le traicionó. Todo. Y ni siquiera eso le podemos contar a Indy y Canela, que siguen esperando. Como esperó Andrea, que al llegar ese sábado a casa tras concluir su jornada de dependienta ilustre vio que papá aún no había regresado. Hizo las llamadas de rigor, a los más cercanos, y nadie sabía nada. Bueno, ya volverá. Pero Andrea esa noche durmió poco. Y mal. Bueno, no durmió. Ya de madrugada, volvió a llamar a Eva y a Yolanda. Las dos la serenaron. Miró a Indy y Canela, que igual ya sospechaban algo, y entre los tres pertrecharon la misma reflexión: aquí pasa algo, colegas, papá no es así. Pasaba tanto que cuando Andrea se desperezó de uno de sus sueños de un cuarto de hora, vio la cama de Paco intacta, volvió a llamar al móvil, sonó pero no contestó. Entonces empezaron los nervios, las culebras en el estómago, el corazón encogido. Sudor. Temor. Y casi desesperación. Llamada al tío Javier y a Mercè. «Papá no ha vuelto, estoy preocupada». La tía preferida llama al 112 y se informa de los pasos que hay que dar, del protocolo que hay que seguir en caso de una persona desaparecida. Han llamado ya a un montón de hospitales y no hay nadie registrado a nombre de Paco Elvira. «Hay que esperar 48 horas, denunciarlo, una foto...», recuerdan que fue el consejo del 112. Andrea y Javier se temen lo peor, que la ley se convierta en una barrera. Y acertarán. Vaya. Que las normas, todas legales, todas reglamentarias, ahoguen el sentido común, los primeros auxilios y, sobre todo, que ese caso, flagrante, horroroso, urgente, se vaya a la cola, guardando fila tras los robos e indocumentados. Ni un gesto de arremangarse ante la desesperación de la familia. Y mucha ley, mucha norma, mucho «señorita, han de pasar 48 horas, no podemos hacer más, la entendemos y le prometemos que haremos lo posible». ¿48 horas? Y, luego, el caso pasa a la Unidad de Investigación de los Mossos. ¿Y papá? ¿Y el necesitado? ¿Y la familia? ¿Y la angustia? 48 horas, es la ley. Lanza una llamada de desesperación, de auxilio, a través de las redes sociales. El ciberespacio, o lo que sea, esa nube que lo sabe todo y donde se lee todo, ya sabe que el papá de Andrea se ha perdido. La buscan a ella. Y a Pepe Baeza, otro de los monstruos del clic, de la amistad, del roce, se le ocurre que hay que moverse para que alguien, quien sea, Mossos o juez dé la orden de que Telefónica, Movistar, quien sea, active, rastree, localice la señal del móvil de Paco. Andrea moviliza tierra y aire. Acude al juzgado de guardia de la Ciutat de la Justícia, esos edificios tan modernos, sí. Y es ahí, sí, donde el drama se convierte en una película de Pedro Almodóvar. Es más, si todo lo que ocurrió allí aparece en un filme del director manchego, todos coincidiríamos en que al director de la España moderna se le ha ido la olla pero cantidad. Ya es casi la una de la madrugada del lunes. El juez, joven, cortés, amigable, locuaz, comprensivo, atento, dice que lo siente mucho pero que no puede ayudarles. «Yo solo firmo autorizaciones para localizar móviles o la señal si me lo piden los Mossos». Esperpéntico: en la comisaria, los Mossos le habían dicho que era el juez quien tenía que tomar la decisión y el único en poder pedir esa actuación. A La sensación es que la autorización, de producirse, no significaría celeridad en la localización del móvil: Mossos piden, juez firma, la petición va a Madrid y la compañía tiene 72 horas para facilitar la ubicación. Andrea ve que se le escapa la oportunidad, imagina (está en su derecho) a papá, lejos, solo, en apuros. Y es en ese momento, cuando descubre en los labios del juez una cariñosa, atenta, piadosa traición a la ley, a la norma. Porque cree, y en realidad así es, verle verbalizar la siguiente frase, la siguiente sugerencia, solución: «Yo, si fuese ustedes, buscaría a un amigo. Un buen amigo va más rápido que nosotros». Es una manera de decirles, yo estoy atado de pies y manos. La ley. Ya saben, las malditas 48 horas. Un amigo en Movistar lo soluciona en un soplido, en un periquete. Háganme caso, pasen de nosotros. Se encuentra a un amigo de Movistar. Que vete tú a saber si es de Movistar o de Orange. O, simplemente, es el mejor hacker del mundo. Y el lunes por la mañana todo está en ebullición. Y todos se acercan al Garraf, porque, ya entonces, el pirata informático de Úbeda les ha dicho que, en efecto, el móvil de Paco emite una señal desde la zona Garraf-Sitges. Y hacía allí se van. Todos. Y, entonces sí, aparecen patrullas de Mossos, perros, alpinistas, bomberos. Hasta un helicóptero. Serán los amigos, las llamadas, las presiones, que ya han pasado las putas 48 horas, será lo que será, pero allí están. Los han empujado hasta allí y allí están. Y, pese a todos los medios que tienen, los salvadores, los rastreadores, los Mossos siguen apretando a la familia y piden, casi exigen, «si vuestro amigo os puede dar las coordenadas exactas, ¡las coordenadas exactas!» El grupo alucina, pero así es: los Mossos metiendo prisa al improvisado hacker. Hasta que, al final, alguien descubre el cuerpo de Paco, allí abajo, inmóvil, dañado. Muerto. Y ahí se acaba el dolor y empieza la desesperación. Y cómo decírselo a la abuela. A la familia. A los amigos. Y pensar que se hubiese llegado a tiempo... «Olvídate, mi chica», le susurra un patriarcal Encinas a Andrea, «olvídate, allí donde lo encontramos era imposible, de la manera como se precipitó, no sobrevivió, olvídate, pequeña, papá no sufrió». Y con eso se quedan. Con más desesperación que dolor, pero con una inmensa rabia, la que provoca saber que tenías razón y no sirve. Que suena el móvil y nadie lo busca. Y hasta llamas a Joan Carles Elvira, sí, el hermano de Paco, que fue prior de Montserrat, y le cuentas la historia y ni mirando al cielo o rezando a la Moreneta le encuentra explicación. Insisto, de corazón, si alguien sabe una manera de contarles a Indy y Canela todo esto, que me llame. Andrea no sabe cómo hacerlo y yo le he prometido que la ayudaré. Ya que no encontré a Paco, consolaré a Indy y Canela.
Posted on: Mon, 08 Jul 2013 14:43:22 +0000

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