G. G. F E E Z C A R N O V I L Hogar, dulce hogar Musa - TopicsExpress



          

G. G. F E E Z C A R N O V I L Hogar, dulce hogar Musa despertó. Buceó en los recónditos parajes de su memoria en busca del último recuerdo que lo trajese a la realidad, que le respondiese a dónde carajos se encontraba. No hubo respuesta. Musa no tuvo que devanarse mucho los sesos como para darse cuenta que se hallaba en un hospital: suero, vendajes y una enfermera que pasaba una esponja con frialdad por sus partes pudendas. Aun no se había dado cuenta que el brazo a partir del codo se hallaba en el estomago de un pequeño engendro. Aunque lo recordase aquellos momentos acontecidos tras la interrupción de los asesinos se habían perdido como hojas en el viento. Una vez que el niño cambió de plato para saborear los cuerpos de los asesinos, Musa recuperó la conciencia escasos treinta segundos que fueron más que suficiente para estirarse hasta alcanzar una de las gloc que lo esperaba allí cerca. El demonio estaba tan hambriento y concentrado en saciar su apetito que, para cuando advirtió que Musa había tomado el arma, este ya había apretado el gatillo y puesto cuatro balas en la cabeza. El demonio como un buen muerto cayó hacia atrás sin poder creer el que todo hubiese terminado. Entonces, a cambio por el esfuerzo de recordar lo ocurrido, su memoria le entregó otro recuerdo no tan lejano, pero si relacionado a su visita a Carnovil. Regresar a Carnovil era como entrar en una bañadera repleta de diarrea. Al escoger entre morir en manos del gordo Tito y sus nada amables sanguijuelas y Carnovil prefirió el mal menor. Lo cierto era que toparse con Tito significaba pagar una deuda que no estaba en sus planes. Alejarse lo que más pudiese de las fauces de ese obeso prestamista era la mejor opción. Entonces se le cruzó por la cabeza Mirta. Debía haber pasado una eternidad sin hacerle un miserable llamado (aunque seria raro que un mudo hablase) y muchísimo más sin visitarla. ¿Acaso alguna vez pensó en ella…? Al recorrer Carnovil encontró rostros avejentados, pero conocidos. Había robado a medio Carnovil antes de marcharse del barrio. Fue asombroso como los recuerdos brotaron frescos, desde el fondo de su memoria, como si los hubiese frizado. Nadie quería emplear a un sujeto que llegaba a trabajar drogado. Llegó un momento que nadie quiso darle trabajo ya que las noticias recorren los oídos de todos en pequeños infiernos como Carnovil. El joven Musa, que no podía evitar meterse cuanto polvo blanco pudiese comprar, decidió conseguir dinero a punta de pistola. Una cosa lleva a la otra y nada pudo evitar que la policía golpease a la puerta de doña Mirta a buscar al nene. El destino había querido que Musa se hallara ese día inconsciente a la vera del río Trece que dividía a Carnovil como una cesaría. Al regresar a su hogar doña Mirta lo estaba esperando con un bolso repleto de ropa y un bife de carne de cinco dedos que se estrelló en pleno rostro del joven Musa. Ni llanto ni discusión ni mucho menos abrazos de despedidas. No se acepta dragones en esta casa, fue la única frase que profirió doña Mirta. Por entonces los celulares no habían invadido el mundo y Musa debía valerse de lapicera y papel para comunicarse. Mirta arrojó el bolso a la mitad de la calle y seguido a esto cerró la puerta en la cara de Musa mientras este buscaba desesperado la libreta y la lapicera para insultar con tinta azul. Pero no encontró ni una cosa ni la otra. Ambas habían quedado en los bolsillos internos de la campera de cuero con la que había negociado unos gramos de cocaína la noche anterior. Veintisiete años habían transcurrido desde entonces. Toda una vida. El tiempo hace maravillas. Excepto en Carnovil. Por el antojo del intendente de turno, ya le habían cambiado el nombre dos veces, pero el barrio de su infanta siempre seguiría llamándose igual. Al girar en la esquina de Pellegrini y tomar Argandoña, un aluvión de recuerdos vinieron a su mente. Pasó junto a las casa de su primer amor. Silvia o Cintia no recordaba bien el nombre aunque si el par de teteras que cargaba al frente. Los hermanos Fonso, Cebolla y el pequeño Gustavito Cuello, el trío de vándalos compañeros de travesuras, vivían allí, en la esquina de una vieja casona de techo de tejas. El tiempo se había comido el revoque en varios rincones y podrido las persianas de madera. Posiblemente ese que estaba sentado en la puerta tomando un vino de caja fuese Cebolla. Conservaba todas las facciones del crío regordete. Pero veintisiete años cambian mucho a las personas y aunque ese fuese Cebolla, estaba demasiado borracho como para leer una pregunta en un celular. Puso en marcha el Ford Ka que había robado de emergencia ya que la fisonomía de todo el coche le desagradaba hasta la más ínfima curva y siguió camino. Un par de perros le salieron al paso con ladridos. El olor a las curtiembres se metió por las narices sin avisar. Un grupo de muchachotes lavaba un citroen C3 horriblemente tuneado color castaño. Todos le echaron una mirada. De fondo melodías de reggettón mordieron sus oídos como si los perros se hubiesen logrado meter por las ventanillas. Musa les devolvió la mirada y estacionó en frente. Sí, habían pasado veintisiete largos, largos años. Todo parecía haber cambiado. Todo excepto la casa de mamá Mirta. Descendió del auto llevando dos bolsos. Uno con ropa, otro con el instrumental con que trabajaba. No quitó los ojos de los vándalos del citroen en todo el trayecto que le insumió llegar hasta la puerta de su antiguo hogar. Los muchachos decidieron seguir lavando el auto y olvidar al sujeto que parecía ser bastante jodido. Vaciló en golpear. El timbre era el mismo de toda la vida o lo había sido. Era una sola ruina, repleto de telas de arañas que conservaba a sus tejedoras demasiado muertas como para tragar ningún insecto. El papel que en un tiempo había sido pegado con cinta bajo el mismo indicando que no funcionaba había desaparecido hacia varios años. Sólo quedaba de él una pequeña esquina bajo un trozo amarillento de cinta scoch. Entonces metió la mano dentro del bolsillo del pantalón y revisó un llavero con un millar de llaves. Buscó y buscó hasta encontrarla negra de mugre. Llevaba veintisiete años cargándola con la idea de usarla en algún momento. Ahora que finalmente estaba parado frente a la puerta pensó en lo inútil que sería haberla conservado si Mirta había cambiado la cerradura. Vaciló con la llave en la mano. Los ojos clavados en el herrumbrado orificio. Un frió gesto no dejó ver ningún tipo de emoción. No pensó en que tal vez Mirta ya hubiese fallecido. No meditó con la posibilidad de que quizás encontrase nuevos inquilinos. Sólo metió la llave y ni siquiera tuvo que forzar la puerta. Se abrió y una ola de olores familiares y no, le dieron la bienvenida. Algo dentro suyo lo hizo vacilar. El corazón pareció volverle a la vida tras siglos sin escuchar un latido. El pulso se aceleró. ¿Miedo? De ninguna manera. ¿Emoción? Tal vez. Hizo un paso dentro. Vaciló. Pensó. Hizo otro y cerró la puerta por detrás. Entonces el órgano de la memoria brincó varios días hacia delante, solo, sin que Musa lo obligase ni dominase en lo absoluto. Un niño. Muchos, demasiados dientes. Un brazo. Su brazo. La enfermera brincó del susto cuando Musa se dio cuenta de la terrible pérdida. Es indescriptible ver la impotencia de un mudo al querer expresar su dolor, al querer desahogar su bronca con insultos y no poder. Tuvieron que administrarle una buena dosis de somníferos para tranquilizar su pérdida, su sufrimiento.
Posted on: Mon, 26 Aug 2013 00:26:17 +0000

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