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Hace apenas unas horas he terminado de ver la tercera temporada de Los Borgias. Por razones desconocidas, pero no tan difíciles de suponer, esta temporada es la última a pesar de que, en términos históricos, la trayectoria de la conocida familia valenciana quede truncada casi a la mitad. La verdad es que la factura de la serie – verdaderamente impecable – debía resultar muy costosa porque reproducir, aunque sea en televisión, el lujo y el boato de la Roma papal no es ninguna tontería. La serie, como no podía ser menos, se toma algunas libertades mínimas y da por buenas cuestiones como las relaciones incestuosas entre Lucrezia y Cesare que, a mi juicio, no pasan de ser rumores carentes de fundamento real, como ya señalé en mi novela La hija del papa. Con todo, en términos generales, resulta excelente. Naturalmente, la pregunta que surge es la de por qué los Borgia tienen tan mala prensa y, una y otra vez, son ofrecidos como un paradigma de la corrupción. Semejante conducta es injusta hasta la raíz porque lo cierto es que el papa Borgia no fue ni más inmoral, ni más corrupto, ni más ambicioso, ni más engendrador de bastardos, ni más asesino que otros pontífices que vinieron antes o que lo sucedieron. A decir verdad, en la comparación puede salir airoso. Cesare Borgia sirvió de base a El príncipe de Maquiavelo, pero también Fernando el rey católico que puesto a faltar a su palabra y a incurrir en villanía podía ser mucho peor. Por lo que se refiere a Lucrezia, lejos de ser un pozo de lujuria y maldad, como ya dejé indicado en mi citada novela no pasó de ser un peón en las intrigas políticas de su pontificio – entonces sólo cardenalicio - progenitor. La causa para ese ensañamiento es doble. En primer lugar, los Borgia – Borja, en realidad - eran españoles. En otras palabras, las familias italianas que venían ocupando el trono papal desde hacía siglos, los contemplaban como unos advenedizos indeseables que pretendían desafiar su monopolio de poder. Esa sensación de amenaza se agudizaba más por el hecho de que durante setenta años, la corte papal había estado en la ciudad francesa de Aviñón en lugar de en Roma y, a continuación, se había producido el Cisma de Occidente que significó la existencia de dos papas a la vez – en algún momento de hasta cuatro – desafiando de nuevo a las oligarquías italianas. Que tras semejantes bofetones históricos, un español se convirtiera en sumo pontífice no era un plato de gusto sino una ofensa que soportaron muy mal. Los cardenales que intentaron asesinar al papa Borgia no fueron precisamente ni pocos ni carentes de relevancia. Curiosamente – y esto la serie lo refleja en algún momento muy bien – los italianos de finales de la Edad Media y del Renacimiento dividían a los españoles en buenos y malos. Cuando eran buenos, es decir, gentiles, caballerescos, gallardos los llamaban “españoles”. Por el contrario, cuando eran embusteros, ladrones y corruptos los denominaban “catalanes” aunque fueran de Burgos o de Córdoba. Se trataba de un análisis a todas luces injusto, pero que mueve a reflexión. Por supuesto, al papa Borgia ocasionalmente lo llamaban “catalán” por más que no lo fuera y que, por ejemplo, su hija Lucrezia sólo deseara hablar de las lenguas peninsulares el español tal y como le manifestó al humanista italiano Pietro Bembo con el que mantuvo un efímero y triste romance. Pero volviendo al tema, en segundo lugar, el papa Borgia se ha convertido en paradigma de maldad porque permitía sustentar por enésima vez una afirmación que se ha repetido vez tras vez a lo largo de los siglos. No es que el sistema sea malo en si sino que, por el contrario, da ocasionalmente unos frutos malos… como los Borgias. En otras palabras, Julio II o León X pudieron ser mucho más codiciosos, sanguinarios e inmorales que los Borgias, pero, en realidad, el problema eran los Borgias. Más o menos es lo que llevamos escuchando años en relación con las Vascongadas desde hace décadas. No es que la Santa Sede esté de acuerdo con descuartizar España – a pesar de que Benedicto XVI emitió un comunicado público apoyando el mal llamado proceso de paz de ZP – si no que existen excepciones como la práctica totalidad del clero vasco y los obispos Uriarte y Setién, siempre tan comprensivos con los terroristas y tan cerrados a sus víctimas. No es que la Santa Sede apoye la independencia de Cataluña sino que la práctica totalidad del clero catalán y el cardenal Sistach sostienen ese punto de vista y no les importa perder fieles con tal de mantener el maridaje con una ideología racista. No es que el Opus - como entidad, los miembros son otro cantar – esté siempre a la que salte sino que uno de los representantes de Bildu en las instituciones que pagamos entre todos pertenece a esa entidad por pura casualidad, una casualidad tan casual como que el papa Borgia utilizara el veneno. No, el sistema nunca tiene la culpa. Es más, el papa – o el obispo – nunca sabe lo que pasa de la misma manera que Franco ignoraba lo que se robaba a su sombra, Felipe González desconocía que era el GAL o el camarada Stalin estaba a la luna de Moscú en relación con las hambrunas en el campo. Quizá, quizá sea así, pero, como señaló Jesús, al árbol se le conoce por sus frutos y basta conocer la Historia para saber que desde el siglos X al XVII, el sistema fue pavoroso – también antes y después, pero con más dificultades – y que los Borgia no fueron ni una excepción ni lo peor. Claro que siempre resulta más cómodo y tranquilizador echarle la culpa a los Borgia aprovechando que ya no volverán a las pantallas de televisión tras su tercera temporada.
Posted on: Sun, 25 Aug 2013 10:58:15 +0000

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