LA PATRICIA FONSECA QUE CONOCÍ La conocí de noche, en una - TopicsExpress



          

LA PATRICIA FONSECA QUE CONOCÍ La conocí de noche, en una extraña reunión con tintes de bohemia. Ella estuvo todo el tiempo callada en un rincón, un poco ausente, sumida en el torbellino de un amor contrariado. No le caí muy bien y no tardó en manifestarlo cuando horas más tarde tuvimos que compartir una cama improvisada en un rincón de aquella casa sumida en la marabunta de una parranda de amanecida. Al día siguiente nos despertamos con el ruido que hacían las voces y los trastos de quienes armaban un desayuno improvisado. Para entonces ya había logrado entrever- quizás por primera vez- que detrás de sus telones se escondía una profunda soledad y el sentimiento de una orfandad que nunca la abandonaría. A partir de ese momento quise rescatarla, sacarla del torbellino sentimental en el que se encontraba sumergida y le sugerí que ese mismo día, en la noche, se acercara al apartamento que yo compartía -en el barrio Sears en Bogotá- con los que aún hoy siguen siendo mis incondicionales amigos. La Patricia que comenzó a convivir con nosotros en ese apartamento de la calle 53, fue –desde un primer momento- alguien diferente. Se liberó, por unos años, de un largo lastre de amores desgraciados y nos regaló su mejor versión. Porque ella era eso, una cascada de agua fresca, una mujer creativa e inquieta con un sentido del humor inconmensurable y una carcajada siempre en la boca. No la recuerdo de mal genio y creo que ha sido la única persona que se ha reído en mi cara cuando la rabia me cegaba. La Fonseca, como comenzaron a llamarla algunas de mis amigas, era una mujer descomplicada, deshacedora de entuertos y organizadora de la vida. Con su sonrisa enorme y el brillo de sus ojos verdes se ganaba a propios y extraños. Le encantaba la poesía, tejer y hacer tapices, construir pequeñas esculturas en cajas de madera y tomar brandy o coñac mientras el amanecer nos sorprendía cazando versos en las canciones que escuchábamos. Patri, como me gustaba llamarla, era generosa y atenta. Sabía hacer sentir bien a todo el mundo y, a pesar de ese poso oscuro que llevaba dentro, era alguien feliz que llenaba de alegría todos los rincones por donde pasaba. Fue una buena hija (amaba a su madre por encima de todas las cosas), una buena hermana y la mejor de las amigas. Su concepto de la amistad, en ese entonces, lo llevaba a extremos inimaginables. Pasados algunos años en los que compartimos fiestas, viajes, cabaña en Cota y trabajo en la revista Semana, comenzamos a distanciarnos. Esas sombras negras que siempre la acompañaron comenzaron a ganarle terreno y poco a poco se fue perdiendo en sus borrascas. Decidió poner tierra de por medio y venirse a vivir a España. De esa época guardo en el recuerdo algunas de las cartas más hermosas que me hayan escrito. Me describía sus vivencias en este país, me enviaba recortes de periódicos con información sobre García Lorca, me contaba sus andanzas y describía tan líricamente todos los lugares que recorría de Madrid, que comencé a soñar con el día en que pudiera venir y fuera ella quien me los pudiera mostrar. Y así fue. Cuando llegué a España doce años después, me estaba esperando a la salida de inmigración en Barajas y así pudimos cumplir el sueño de recorrer juntas todos los rincones de la capital española. Pero desgraciadamente ya nada fue lo mismo. Estaba muy cambiada en todos los sentidos. Su alegría se había esfumado, al igual que su frescura y juventud. Estaba extremadamente delgada, seria, complicada y perdida -como nunca- en oscuros laberintos. Era como si todos esos demonios que siempre la habían acechado le hubieran ganado la partida y se encontrara perdida en medio de todas las batallas. Nunca pudimos retomar la amistad perdida. De repente, nos encontramos hablando idiomas diferentes, viviendo en mundos paralelos y llegué a desconocerla tanto que, para evitar hacernos daño, decidí no volver a verla. Hasta que hace veinte días quise romper el hielo y la llamé para decirle que dejáramos las tonterías. Pero era tarde, se había ido definitivamente, sin despedirse, sin avisar ni dejar ninguna señal y me dejó para siempre el arrepentimiento de tantas llamadas que no le hice, de tantas cosas que no le dije, de tantos caminos que nos quedaron por recorrer. La vida y la muerte son implacables y no se detienen a aguardar turnos, a esperar a que terminen las licencias que nos tomamos como si el tiempo marchara a nuestro antojo y siempre hubiera un mañana que en el que poder enmendar los errores cometidos o ultimar todo lo que dejamos suspendido para después. Hoy cuando está a punto de cumplirse el segundo mes de su muerte quiero recordar a la Patricia Fonseca de siempre, a aquella que alegró mi vida a comienzos de los años ochenta. Deseo pensar que allí donde se encuentre, libre ya de todos los abismos, pueda seguir riendo como siempre y creando prodigios con sus manos tejedoras. Espero que me escuche, ahora que hago míos los versos de la poeta nicaragüense Lilian Álvarez de Toledo, y le digo que “su presencia en mi vida fue un paréntesis claro de horizontes abiertos”. Flavia Fálquez Granada, 28 de junio de 2013
Posted on: Sat, 29 Jun 2013 00:04:36 +0000

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