Llamaradas de Recuerdos: Capítulo Tres: ¡Tan Diferente de su - TopicsExpress



          

Llamaradas de Recuerdos: Capítulo Tres: ¡Tan Diferente de su Hermano! Después de discutirlo un par de días, acordamos llamarla Amanda Julieta. Clara la apodó cariñosamente Mandy. El sobrenombre, dulce y hasta frágil, parecía hecho a su medida. Unos días después, la pequeña había pasado a ser Mandy para todos. Lo primero que me llamó la atención en ella, apenas regresamos a casa, fue su constante llanto desconsolado. Llegué a pensar que le dolía algo, que estaba enferma, que había alguna consecuencia oculta del eritema… Pero no tenía aspecto de estar enferma; sólo lloraba, incansablemente. Había días cuando me enloquecía. Puesto que estaba sana, traté de encontrar alguna otra razón; después de todo, le brindaba el mismo cariño y las mismas atenciones que había tenido con Leo, y él nunca se había comportado de esta manera. A pesar de que Cora y mamá me aseguraron que Leo había sido excepcional, que la mayoría de los bebés eran como Amanda, y que yo era inmensamente afortunada de que llorase de gusto solamente y no porque estuviera enferma, yo estaba segura de que había algo más. Empecé a observarla. Me metí varias veces en su habitación por las mañanas, antes de que despertara, y me quedaba sentada en silencio al lado de la cunita. A la hora acostumbrada, la veía abrir los ojos, mirar a su alrededor, girar la cabecita, agitar las manitos... y empezar a llorar. Entonces le hablaba dulcemente, la alzaba, la llevaba a mi habitación, le cambiaba los pañales y le daba de mamar, pero todo era en vano. Un día se me ocurrió que podía estar teniendo gases. Le pedí a la pediatra que le recetara algún medicamento para aliviarla, pero tampoco funcionó. La niña lloraba hasta dormirse, sin importar que yo la dejara en la cuna o la meciera en mis brazos. Para terminar de complicar las cosas, una noche reapareció el eritema, arbitrariamente, sin razón aparente. Días después me exprimí el cerebro tratando de descubrir qué pudo haberlo ocasionado, pero aquél había sido un día como cualquiera hasta la hora del baño. Emilia me había ayudado con las tareas por la mañana y a la tarde recibí la visita de Clara. Era frecuente que ella y Renata me visitaran; como no tenían hijos, aprovechaban a sus sobrinos para canalizar todo su amor maternal. Amanda se había pasado llorando todo el día. Tanto Emilia como Clara trataron de tranquilizarla, sin gran éxito. Al anochecer yo estaba tan agotada, que ni siquiera tenía ánimos de pedirle a Clara que apagara su cigarrillo. Un montón de veces le había dicho que no quería que fumara delante de los niños, pero Clara aseguró que era suficiente con echar el humo hacia otro lado, y aunque yo sabía que no era cierto, esa tarde no tenía ganas de discutir. Ni siquiera me sentía con fuerzas para alzar a la nena y tratar de calmarla. Mientras Clara bailaba y parloteaba con Amanda en sus brazos y un cigarrillo entre los dedos, yo tenía la cabeza entre las manos y los ojos cerrados, en un estado de total impotencia, convencida de que no tardaría en enloquecer si la niña no se callaba pronto. Su llanto desesperado llamó incluso la atención de Leo, que la observaba en silencio, sin atinar siquiera a volver a sus jueguitos. La niña se calló después de que Clara se fue. De repente la casa se sumió en un silencio profundo, al que ya me había desacostumbrado. Me la llevé al baño, para tenerla lista cuando Walter regresara de la empresa. Preparé el agua y empecé a quitarle la ropa. Entonces lo descubrí. Las manchas oscuras salpicando sus bracitos. Desconcertada, la acaricié. Parecía estar teniendo un poco de fiebre. Terminé de quitarle el resto de la ropa y confirmé, compungida, que las manchas habían invadido también el resto del cuerpo. La dejé en medio de la cama, cubierta por la gruesa toalla, y fui a telefonear a la pediatra, preocupada. – Se ve como si se hubiese quemado, pero le juro que no le pasó nada –expliqué. – Tráigala. Vamos a ver qué pasa. La vestí a toda prisa y arreglé el aspecto de Leonardo. Luego telefoneé pidiendo un taxi. Amanda fue llorando todo el trayecto, pero no era más aquel berrinche ensordecedor, sino más bien una queja, como la de cualquier niño enfermo. Yo le acariciaba la cabecita y murmuraba palabras cariñosas, como si eso pudiese aliviarla. Leo también la acariciaba y trataba de imitar mis palabras, conmovido por el dolor de su hermanita. La doctora nos estaba esperando. Alzó a Amanda, observó las ronchas y le tomó la temperatura. – Fiebre no tiene –dijo, finalmente. A mí me había dado otra impresión, pero el termómetro no mentía. – Entonces, ¿qué es? ¿Está incubando algo? – No –me la devolvió y se sentó delante del escritorio. Hizo unas anotaciones–. ¿Le sigue dando el remedio para los gases? – De vez en cuando, sí. Sí, a menudo –me corregí. Asintió. – Puede ser una intoxicación con atropina. Suspenda el remedio por ahora. Y vamos a hacer un análisis de sangre, para ver si está todo bien. – ¿Es grave? –insistí. – No –sonrió la doctora. Aquello no terminaba de convencerme. – Parece que le duele. ¿Qué me podría recetar? – Compresas de manzanilla. Paños húmedos sobre las zonas afectadas. Eso la va a aliviar. Cuando regresamos, Walter nos estaba esperando, preocupado. Jugó un momento con Leo, como todas las noches al volver del trabajo, pero no nos quitaba la vista de encima a mí y a la niña. – ¿Qué tiene? –quiso saber. De lo conté en pocas palabras, y remarqué especialmente el hecho de que se veía igual que al nacer. Walter la miró y estuvo de acuerdo, pero sugirió no generar un problema de algo que seguramente era común en los niños. Traté de seguir su consejo, pero no pude. Dormí preocupada, con el sueño entrecortado y el oído atento a cualquier quejido que saliera de la pieza de la niña. Pero no sucedió nada en toda la noche. Al día siguiente su piel se veía tan blanca y saludable como siempre. Incluso pensé que me había apresurado al llevarla a la doctora. De todas formas, se hizo el análisis. Yo me sentía dividida entre el deseo de que se descubriera la causa de ese enrojecimiento -para poder darle el tratamiento adecuado y curarla definitivamente- y la necesidad de que todo estuviera en orden. Finalmente, el análisis reveló que todo estaba bien. Pero entonces, ¿a qué se debió la afección? – Lo más probable es que hayamos abusado de las gotas, Julia –decretó Walter, cuando decidió que se había hablado suficiente del asunto–. Vas a ver cómo ahora que las suspendimos no vuelve a pasar. Se equivocó. Volvió poco después, con la diferencia de que en esa ocasión no fui hasta el consultorio. Me limité a llamar a la pediatra para ponerla al tanto y pedirle su opinión. La doctora simplemente repitió el consejo de las compresas de manzanilla y añadió que si amanecía igual o con fiebre, querría verla. No fue necesario. A la mañana siguiente, la niña estaba perfectamente. El eritema siguió presentándose periódicamente, pero en cada oportunidad me impresionaba menos, como si me hubiera inmunizado ante la vista de la suave piel enrojecida. Hábilmente preparaba las compresas y envolvía a la niña en los paños, mientras le hablaba sobre lo bonita que era y lo mucho que había crecido. Amanda me observaba seriamente, con sus ojazos redondos que no perdían de vista mis movimientos. Efectivamente, en los cinco primeros meses había crecido mucho. Y a fuerza de estar todo el día con ella, yo había llegado a la conclusión de que era una niña especial. Había un halo alrededor de ella, que la hacía diferente de cualquier otra criatura que hubiera conocido. Su mirada, profunda y atenta, sus movimientos delicados, su extrema sensibilidad… Descubrí un día que en la casa había algo que la asustaba. Yo distinguía muy bien un capricho de un gemido de dolor y de un llanto angustioso. Pero no entendía qué podía perturbarla de tal manera. Empezaba a llorar suavemente y terminaba a los gritos, tratando de esconderse dentro de mi pecho, como desesperada. Siempre empezaba repentinamente, en cualquier lugar. Deseché juguetes, cuadros y ruidos sorpresivos. Era otra cosa. Cuando encontramos la causa, no pudimos creerlo. Les temía a los espejos. Fue Walter quien lo descubrió, una noche, mientras trataba de jugar con ella. Se paró delante del espejo del ropero, con la niña en brazos, y le mostró la imagen, poniéndose en pose como si fueran a sacarles una foto. Ella se echó a llorar y escondió la cabecita contra el pecho de Walter. El creyó que se había golpeado; la consoló rápidamente y, cuando ella se calmó, prosiguió con el juego. La niña lloró nuevamente. Sorprendido, él se paró intencionalmente a escasos centímetros del espejo. Amanda giró la cabecita sin dejar de llorar y escondió la cara sobre el hombro de su padre. – Algo le pasa –observó él, confundido. – Es así todo el tiempo –asentí. Una vez más, no pudimos dejar de comparar a nuestros hijos. Desde que Leo nació y yo me hice cargo de él -primero en la amplia alcoba matrimonial y después en su habitación- uno de sus juegos preferidos era asomarse al espejo. A mí me encantaba la sorpresa con que el niño miraba su reflejo, la forma como reía y batía palmas. Entendíamos que ése no tenía que ser el juego favorito de todos los bebés, ¿pero que le provocara semejante ansiedad?… Nos pasamos con Walter la siguiente media hora conjeturando acerca de la posibilidad -extraña, por cierto- de que Amanda sufriera de eisoptrofobia; es decir, fobia a los espejos. Cada vez que la obligábamos a ver nuestras imágenes reflejadas, la pequeña volvía el rostro, llorando. La dejamos en paz cuando nos dimos cuenta de que estaba realmente nerviosa. Desde ese día, evitamos su contacto con los espejos.
Posted on: Tue, 22 Oct 2013 00:07:18 +0000

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