Memorias de la "República Paramilitar de San Ángel" Por: Jairo - TopicsExpress



          

Memorias de la "República Paramilitar de San Ángel" Por: Jairo alonso, Lun, 2013-08-26 08:55 Salvador Herrera, un joven de San Ángel, Magdalena, recuerda la llegada, el establecimiento y el terror del paramilitarismo en su municipio hace catorce años. Crónica. - La primera vez que vi un helicóptero en persona fue el mismo día que vi, también por vez primera, como mataban a un hombre –esta es la voz de Salvador Herrera, a quien me encontré haciendo fila en un banco, y con quien ahora, sentados en un café del Centro Histórico de Santa Marta, nos recordamos mutuamente la vida pasada. El aparato –siguió contándome Salvador- descendió de los aires como Jesús debió aparecer ante sus incrédulos apóstoles: consciente del susto que les estaba dando, envuelto en una nube (en este caso de polvo), y seguro del lugar que ocuparía en la tierra y en nuestras vidas por los siglos de los siglos. Nadie sabía qué hacer ni para donde coger y nos mirábamos como cuando se acaba una fiesta y los anfitriones empiezan a recoger sillas y mesas y apagan la música. Todo era incertidumbre. Pero el desconcierto se hizo a un lado rapidito y dio paso a un pánico certero, y todo porque al pie del helicóptero se aparcó súbitamente una camioneta roja de donde bajó un hombre negro, un gorila de ojos desquiciados que vestía con cierta soberbia prendas de uso exclusivo de las fuerzas militares. Llevaba puesto un sombrero verde con una de las alas dobladas hacia arriba y pegada al cocote con un broche dorado, y al cinto una pistola sobre cuya empuñadura descansaba su mano derecha, adornada con anillos de oro puro. El hombre se dirigió a nosotros que seguíamos sin comprender quienes eran esos carajos que osaban interrumpir nuestra diversión futbolística. En total éramos como treinta pelados que habíamos ido aquella tarde a buscar lo que ahora en este preciso instante, desde la distancia de espacio y de tiempo, podría calificar de mala hora. “Bueno pelados –gritó el negro- necesito que todos se vayan derechito para la plaza, que tenemos una reunión allá”. A nadie, a pesar de la contrariedad y en algunos un evidente temor, se le ocurrió cuestionar aquella orden y como vacas arreadas a un corral emprendimos todos el camino hacia la Plaza. Tiempo después, habríamos de saber que aquel hombre negro era el comandante Macho Man; y mucho después, cuando ya su sobrenombre había pasado a ser apenas una lejana reverberación en nuestras memorias, supimos que la guerrilla lo había matado en los Montes de María y como mensaje a los demás paracos de la región, lo habían cortado en trozos usando una motosierra, tal como él solía ejecutar a sus víctimas. Al llegar a la plaza, la única que tiene el pueblo y que queda justo frente a la iglesia católica, nos encontramos con un escenario apocalíptico, pues no podría decir si era toda la gente del pueblo, pero la congregación citada allí, vaya a saber uno si por otro macho man o por el mismo, era tal que ya muy pocos cabíamos en ese espacio. Sólo faltaba Dios y sus querubines para que aquello se tratara del juicio final. El comandante Macho Man habló largo y tendido sobre la patria y el derecho que teníamos los ciudadanos de defendernos de la guerrilla. Yo, la verdad, poca atención presté a aquel discurso apologético y apenas pude concentrarme en la cara del hombre que yacía de rodillas frente al comandante, a quien yo conocía porque alguna vez lo vi hablar con mi padre, pero ignoraba su nombre. Sólo días después supe cómo se llamaba, cuando ya ni siquiera era necesaria esa información en mi vida. Su mirada parecía fija en algún punto de la iglesia, como si buscara no cruzarla con la de quienes lo veíamos arrodillado, inerme y resignado. Estaba allí por una vaina diferente a la del resto de nosotros, incluso ajena a él, pues lo que le estaban a punto de cobrarle eran los asuntos de su hijo, un tal José Luis, que comandaba una cuadrilla guerrillera dedicada a extorsionar y secuestrar a los ganaderos de la región. En ese momento, lo único que yo entendía de todo aquello era que el hombre de rodillas no estaba allí para ser juzgado por ser un acérrimo patriota. La gente permanecía en silencio, aunque uno que otro grupillo formado de hombres susurraban conjeturas. Y es que la mayoría de los presentes eran hombres, y sólo habían llegado allí las mujeres de más carácter, las que no estaban dispuestas a abandonar a sus maridos en tan desventajoso escenario. Mi abuela, con quien yo vivía desde que mis padres murieron, era una de las presentes. En cuanto me vio atravesó la plaza y me tomó del brazo. “¡Nos vamos para la casa ya! –dijo”. Yo me dejé llevar sin perder de vista al comandante Macho Man y al hombre postrado frente a él, quien seguía absorto mirando hacia la iglesia, y entonces empecé a preguntarme por lo que pudiera estar mirando (la cruz del templo, las campanas inmóviles, una paloma en el techo, el cielo, quién sabe), pero más que nada, por lo que se le estuviera pasando por su cabeza en esos momentos. ¿Aun allí sentiría orgullo de su hijo? el único responsable de las cosas por las que al parecer ahora lo condenarían a él. O por el contrario, ¿Sentiría orgullo de estar allí tal vez a punto de morir por las convicciones de su hijo, como un padre dispuesto a redimir los pecados de su primogénito? Esas preguntas me rebotaban en la mente y yo las sentía golpear de aquí para allá hasta cruzar de nuevo por mi pensamiento, una operación que se repitió varios minutos hasta que, cuando ya estábamos a punto de dejar atrás la plaza, la voz del comandante Macho Man se apagó y lo vi desenfundar su pistola y sin tomarse tan siquiera un segundo para reconsiderarlo, le disparó al hombre tres veces en la cara. Lo siguiente que recuerdo es estar corriendo al lado de mi abuela y uno o dos minutos después, estar entrando en nuestra casa. En ese punto de su historia, Salvador se detuvo y caviló largamente. Yo no quise interrumpirlo y en cambio me dediqué a dibujar en mi mente los rostros de aquellos a los que él había mencionado: el comandante Macho Man, el hombre de rodillas, la abuela. Pronto, tuve la sensación de que alguna vez los conocí, que alguna vez los había visto en fotografías extraviadas, o que alguna vez había hablado con ellos por teléfono y que por eso sabía además el tono de sus voces: atronador, desamparado, sabio. - Así comenzó todo en el pueblo –continuó Salvador-. Así llegó el germen de la defenestración, esa vaina maligna que nos carcomió los sesos pero que primero nos hizo sentir poderosos a algunos, a esos que por ignorantes nos dejamos inocular la maldad porque creíamos que así éramos los machomanes, aun cuando no lleváramos encima pistolas ni siquiera de plástico. Nos sentíamos dueños de todo tan sólo al encaramarnos en aquellas burbujas blindadas que El Patrón había autorizado decomisar en la Troncal del Caribe. Las manejaba a veces Elí, y otras veces Perico, el escolta. Recorríamos el mundo (porque ese era el mundo para nosotros) a toda mierda, apenas bajando la velocidad cuando atravesábamos un caserío, donde sus escamosos habitantes nos veían pasar con la misma desconfianza con la que un ratón ve una sospechosa miga de queso sobre una tablilla extrañamente cerca de un alambre. El pueblo al que Salvador se refiere es el mismo en que yo nací y viví hasta los diecinueve años. Una villa polvorienta en la que se dice, hace más de doscientos años Simón Bolívar decidió hacer la siesta debajo de un frondoso tamarindo que aún se conserva como una reliquia viva. Se dice además, que el pueblo fue fundado en 1607 por colonizadores españoles que consideraban su ubicación estratégica por su cercanía con el puerto de Tenerife. Y se dice que originalmente tuvo por nombre San Antoñito y luego pasó a llamarse San Ángel. - San Ángel –volvió a exhalar Salvador-, se jodió en esa época. Bueno, quiero decir, muchos nos jodimos porque vimos la oportunidad de hacer plata fácil. Salvador es ahora un economista egresado de la Universidad del Magdalena. Me habla con confianza porque sabe que yo también viví aquellos días que comenzaron con el aterrizaje de un helicóptero en una cancha de fútbol. Eso fue en 1999, precisamente el mismo año que la Asamblea Departamental del Magdalena declaró como municipio a Sabanas de San Ángel. El pueblo, conocido como San Ángel, se convirtió en la cabecera municipal armando su territorio con chicotes de sus vecinos Ariguaní, Pivijay, Fundación, y Plato. Hoy, según el DANE, la población de todo el municipio incluyendo zona rural asciende a 16.447 habitantes y de acuerdo con la OCHA-OEA, hasta 2011 hubo cerca de 1.400 desplazados, muchos de los cuales han ido retornando a lo que por muchos años fue la república independiente palamilitar de San Ángel, a la que ‘Poncho’ Zuleta, mientras repiquea un redoblante, rebautiza con todo el volumen de su voz: “No joda, viva la tierra paramilitar”. El juglar vallenato repitió esta frase en cuanto pueblo del Caribe visitó, sin que hasta la fecha se sepa dónde la pronunció por primera vez. - Sólo unos poquitos de los que nos quedamos –asegura Salvador-, sólo un puñadito, le perdimos el miedo a los paracos. El resto, vivió más o menos tres años en pánico. Porque es que de día el pueblo parecía normal, la gente salía de sus casas y hacía cada quien sus cosas, pero cuando llegaba la noche, ay mi madre, a eso de las seis y treinta, en las calles no había ni un alma, ni siquiera los perros se veían, y menos se oían ladrar. Y lo peor era cuando se iba la luz, mejor dicho, cuando los paracos la quitaban. San Ángel quedaba en completo silencio a la espera del fin del mundo. Para muchos, el fin del mundo llegó en cuatro ruedas. Yo entendí muy bien lo que me quiso decir Salvador. Los paramilitares que eran encargados de asesinar a alguien solían salir en las noches a bordo de "La Última Lágrima", una camioneta roja de estacas marrones que llevaba en la parte de atrás un baúl. No había quien no supiera que a aquel que metían en ese baúl, no veía nunca más otro amanecer. - Una noche sentí que La Última Lágrima se detuvo justo frente a nuestra casa –recordó Salvador-. El motor siempre estuvo en marcha. - ¿Y qué hicieron ustedes? - Nos quedamos quietos cada uno en su cama. Yo la verdad creí que iban por mi abuelo. Pero no; resulta que habían ido a buscar al hermano de una vecina al que le habían pedido abandonar el pueblo, pero como no hizo caso, fueron a echarlo ellos personalmente. Amaneció tirado en la puerta del cementerio con el cuerpo y la cabeza llenos de plomo. Ese día, supe que mi abuelo no le debía nada a nadie. Yo conocí al abuelo de Salvador y también estoy seguro de que no tenía asuntos pendientes con ningún bando. Es más, ahora recuerdo que muchos años antes de los sucesos aquí narrados, la guerrilla ELN atacó la estación de policía del pueblo y aunque no asesinó a ningún miembro de la fuerza pública, si los dejó desnudos, apenas en calzoncillos, todos en su humillación recostados a la pared de la casa del abuelo de Salvador, y tanto a guerrilleros -que empuñaban fusiles- como a policías, el abuelo les llevó tinto sirviéndoles de un termo en vasitos de tomar ron. De esa cascara estaba hecha el alma de aquel viejo. Por eso no había bala destinada a quitarle la vida: su muerte sería natural y pacífica. - ¿Y después de eso que pasó? –le pregunté a Salvador-. ¿Te acuerdas? - ¿En el pueblo? ¿O conmigo? - Con los dos. - Después de eso yo supe que mi familia no tenía problemas con los paracos y el magnetismo de su poder me sedujo porque se me metió por los ojos, pues en mi año de noveno de bachillerato conocí a Elí, hermano de Tole, uno de los mandamases. Elí llegaba al colegio en una burbuja negra que parqueaba en la entrada, y al salir de clases a las doce del mediodía, varios terminábamos con él dando vueltas por todo el pueblo. Elí llegó a tenerme tanta confianza que me convidaba a su casa para que ayudara a otros paracos a contar la plata de la organización, que luego metíamos en tanques plásticos de un metro de altura, listos para irse yo no sé a dónde. Una vez, una volqueta permaneció dos semanas frente a la casa de Tole; nadie que pasaba a su lado se imaginó nunca que estaba llena de fajos de plata, apenas protegidos del sol y la lluvia por una carpa de poliéster negra, y lo mejor del cuento es que a nadie se le hubiera ocurrido levantar la carpa para saber que guardaba. En aquel entonces Salvador tenía diecisiete años. Hoy, con veintisiete y ya profesional, sabe con absoluta certidumbre que de haberse quedado un año más en San Ángel, de no haber tomado el consejo de una de sus profesoras de bachillerato, de irse a estudiar una carrera profesional a Santa Marta, su vida hubiera tomado uno de tres rumbos: sería uno de los 220.000 colombianos que han muerto por causa del conflicto; sería uno de los miles de reinsertados de los grupos armados que sienten que una bala zumba detrás de su nuca; o estaría recluido en una de las tantas cárceles del país, pagando por todos los delitos que pudo haber cometido. - Esa profesora tuvo voz de profeta para mí –dice Salvador-. Ella supo que todo terminaría así. Que Doña Sonia no tendría eternamente el poder y que alguna vez terminaría presa. Que los políticos del pueblo también terminarían enculebrados porque así había sido siempre en la historia de Colombia: algunos firmaron el Pacto de Chivolo. Y que de esto aprenderíamos más que de ninguna otra experiencia en la vida. Yo hoy le doy la razón. Lástima que a esa profesora la mataron un lunes a las seis de la mañana cuando regresaba al pueblo desde Barranquilla, donde vivía su hijo al que visitaba todos los fines de semana. Salvador guarda silencio y se me queda mirando. Sus ojos claros me dicen que sí ha aprendido de su vida en San Ángel, ese pueblo que alguna vez acogió al séquito del Libertador, y que como si estuviera condenado por algún pergamino de Melquiades, se le vino encima un pavoroso remolino de pólvora y sangre, y se convirtió en el bastión de las fuerzas armadas paraestatales al mando de Jorge 40, en cuya finca, La Pola, según cuenta la gente de la región, él y otros jefes paramilitares recibieron la visita de un candidato a la Presidencia de la República con quien tenían la pretensión de refundar la patria, para lo cual decidieron expandirse por medio país para hacer alianzas con cuanto político y empresario compartieran sus ideales de muerte y corrupción. Salvador Herrera volverá a San Ángel en septiembre para meterse en la corraleja, que se celebra a mediados de mes como parte de las Fiestas Patronales del Santo Cristo. Yo no iré, hace muchos años que no voy. Prefiero mantener incólume el recuerdo de mis días en aquel puñado de tierra donde crecí sin temores. Pero es también cierto que existen personas como Salvador que transitan fácilmente entre la nostalgia y la realidad, y que aunque no olvidan, suelen escabullirse con escasa dificultad de los recuerdos trágicos que les pudo dejar aquella vida en el San Ángel de comienzos del siglo XXI, cuando el poder aciago del paramilitarismo les insufló las venas de un poder inexistente que se basaba en el temor de los demás hacia ellos, pero mucho, mucho más en un irracional sentido de dominio a punta de fusiles, amenazas, asesinatos, desapariciones, extorsiones, y el continuo amedrentar que ejercía el siniestro recorrido de La última Lágrima.
Posted on: Fri, 30 Aug 2013 20:32:39 +0000

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