Ni mediación, ni perdón. Rendición sin condiciones. La - TopicsExpress



          

Ni mediación, ni perdón. Rendición sin condiciones. La posición de Franco y de la Iglesia católica ante el final de la guerra civil. Mi narración en “España partida en dos”, capítulo 5: “El nuevo orden”. Franco y sus compañeros militares dejaron claro desde comienzos de 1937 que no iban a aceptar ninguna mediación para acabar la guerra, “sino rendición sin condiciones”. Ya se lo dijo Franco al cardenal Gomá en junio de 1937, para que el primado de la Iglesia católica, un buen amigo ya del Generalísmo por esas fechas, lo transmitiera a la Santa Sede. Ni aceptaría un pacto ni tenía que rectificar nada sobre la supuesta dureza con que los militares trataban al enemigo "porque nadie era condenado sin los trámites previos y según las normas del código militar". Y Gomá se lo creía. "El general Franco es magnánimo", solía decirle a los que dudaban. Porque él lo conocía de verdad, había intercedido ante él para que, tras la conquista de Bilbao, "la represión fuese lo más suave posible", especialmente con los sacerdotes, para que no se representara de nuevo esa "horrenda" escena de sacerdotes católicos asesinados por militares católicos que había seguido a la caída de Guipuzcoa. Un año después, la opinión de Franco sobre una posible mediación se repetía ya como un sonsonete: "Cuantos desean la mediación, consciente o inconscientemente, sirven a lo rojos y a los enemigos encubiertos de España (...) Nuestra justicia no puede ser más serena ni más noble; su generosidad encuentra sólo el valladar del interés supremo de la patria; ninguna clase de mediaciones podía hacerla más benigna". El 18 de octubre y a comienzos de noviembre de 1938, a punto de concluir la larga batalla del Ebro, declaró más de lo mismo al corresponsal de la agencia Reuter: "La victoria rotunda y definitiva de nuestro ejército es la única solución para que subsista España (...) y el único final: la entrega incondicional del enemigo". Ni mediación ni perdón. Todos los militares hablaban y hablaban de un proceso de "depuración", como si hubiera que "purificar" España de los "cuerpos enfermos". Y hubo muchos eclesiásticos, obispos, religiosos y sacerdotes, que los superaban con creces en la defensa del asesinato y de la sinrazón. "Estamos en la hora de vencer. Luego vendrá la de convencer. Convencer a los vencidos y ayudar a los vencedores a forjar una España grande para un Dios inmenso", pensaba ya el 1 de abril de 1937 Martín Sánchez-Juliá, dirigente de la Acción Católica Nacional de Propagandistas. Y el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay, escribía que la mediación era “inadmisible”, porque “transigir con el liberalismo democrático, absolutamente marxista, sería traicionar a los mártires”. La pacificación por las armas, a punta de espada. Así era la paz que tenía que llegar. De los púlpitos salían voces atronadoras pidiendo el exterminio del contrario. Lo sabemos gracias a los testimonios fidedignos de algunos sacerdotes, de George Bernanos, o de Antonio Ruiz Vilaplana, secretario del Juzgado de Instrucción de Burgos que "dio fe" y relató sus experiencias desde París tras huir de la "España nacionalista". En esa ciudad castellana, que tanto olió a incienso y asesinato necesario desde julio de 1936, el predicador de la iglesia de la Merced pedía un castigo implacable para los enemigos de Dios: "Habéis de ser con esas personas, todos hemos de ser, como el fuego y el agua..., no puede haber pactos de ninguna clase con ellos... no puede haber perdón para los criminales destructores de las iglesias y asesinos de los sagrados sacerdotes y religiosos. Que su semilla sea borrada, la semilla del mal, la semilla del diablo. Porque verdaderamente, los hijos de Belcebú son los enemigos de Dios". Fallaron todos los intentos de acabar la guerra por medio de una paz negociada, auspiciados por Manuel Azaña, presidente de la República, y acogidos incluso favorablemente por el Vaticano en la primavera de 1937, en el mismo momento en el que Franco pedía a Gomá que se difundiera en el extranjero un escrito colectivo del episcopado español. Nadie en la España de Franco quería hablar de "convivencia", de "seguir viviendo juntos para que la nación no perezca", como pedía Azaña en Valencia el 18 de julio de 1937, un año después del inicio de aquella "guerra terrible, guerra sobre el cuerpo de nuestra propia patria". El cardenal Gomá en ese tema era un militar más, que rechazaba cualquier paz que no fuera la de las armas y que incluso, como primado de la Iglesia de España y representante oficioso de la Santa Sede hasta octubre de 1937, aconsejaba al Vaticano que no colaborara en los intentos de lograr un armisticio, consejo en el que también insistía desde Roma el General de los jesuitas Ledechowski. Pocos eclesiásticos, tan pocos que ni siquiera se les oía, mostraron su desacuerdo con esa posición. Las voces discordantes venían de fuera, de intelectuales católicos franceses como François Mauriac o Jacques Maritain, que escandalizados por tanto crimen bendecido crearon el Comité francés para la paz civil y religiosa en España. Pero la Iglesia católica española sentía pavor ante una posible cambio de rumbo, una vuelta a la República y a su anticlericalismo, precisamente ahora que por medio de la espada y la cruz resucitaba la España imperial, una, grande y libre.
Posted on: Wed, 28 Aug 2013 07:49:36 +0000

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