Quise encontrar un obsequio, el más sencillo, el más - TopicsExpress



          

Quise encontrar un obsequio, el más sencillo, el más humilde, el que en su pequeñez pudieras aceptar sin ofenderte. Pensé que podría comprarlo y fui a la tienda pero ningún objeto me conformaba. Entonces escuché una voz santa que me dijo: “… a quien tiene a Dios, nada le falta, sólo Dios, basta.” Creí ser poeta para ofrecerte palabras: pero las hallé superfluas, pomposas, gastadas… Hui de mí y perseverante busqué en la tierra pero hasta una semilla me pareció excesiva pues podría albergar un árbol. Cuando divisé la pradera mi corazón vibró alegre, pero intuí al momento que tú no aprobarías que le restara una sola de sus flores silvestres. Busqué entonces en el mar y no hallé un confín que tu nombre no hubiera alcanzado y en toda su inmensidad sólo tenías amigos. Desafiante, me atreví hasta el abismo y como un cielo vuelto al revés lo encontré poblado de estrellas marinas. Pero cuando tuve una en mis manos creí que no podrías ser feliz sabiendo que cada noche al cielo marino le faltaría esa estrella… Busqué entonces en el aire respetando las abejas, luciérnagas, mariposas y todas las criaturas vivientes, pues tú no querrías detener sus alas ni perturbar su vuelo. Procuré traerte el aroma sosegado y puro de las hierbas, del hogar encendido y los jazmines… pero no pude conservarlos. Quise igualar el canto de la alondra, el murmullo del río, el silbido del viento cuando exhala en los campos profundos… pero mi voz fue demasiado torpe. Por un largo instante logré retener, resbalando por mis dedos, unas gotas del rocío temprano… pero frescas y transparentes retornaron al aire. Quedé entonces en silencio, desconsolado, bajo el azul infinito que mis ojos no podrían reflejar… ¿Francisco, pensé, en tu amorosa humildad, es que no hallaría nada que pudiera agradarte…? De pronto un árbol dejó caer una de sus hojas que se depositó frente a mí en el suelo. Luego otra, que llegó meciéndose en la brisa hasta mis manos que la recibieron sin querer. Luego otra, otra, y otra más, hasta que sentí que el árbol, compasivo, estaba dispuesto a entregarse por entero y desnudar sus ramas con tal de consolarme. Tanto era su amor que brotaron mis lágrimas como un manantial redentor y agradecido. Las hojas del árbol continuaron descendiendo generosas en una bendición inacabable… Entonces pude comprender… y sonreí. Y sonrieron conmigo los campos, las aves y los arroyos. La brisa se detuvo y ya no volvieron a caer más hojas… El regalo que produjo la sensibilidad de aquél árbol es el que ahora quiero ofrecerte: el amor de una sonrisa. Un obsequio humilde y efímero que puedes multiplicar y compartir sin miedo como los panes y los peces, hasta que todos unidos a Jesús habitemos finalmente el Reino de Dios. Alejandro Guillermo Roemmers Ciudad del Vaticano, 18/09/13
Posted on: Fri, 04 Oct 2013 23:01:25 +0000

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