Quiénes y cuándo Daniel Salzano Tita nacional Tita Merello, a - TopicsExpress



          

Quiénes y cuándo Daniel Salzano Tita nacional Tita Merello, a quien Ulises Petit de Murat definió en la edad dorada de Argentina Sono Film como una mujer de corazón abierto y pollera tubo, nació el 11 de octubre de 1904, fecha que sabían de memoria todos los canillitas de Buenos Aires. Lo que probablemente no supieran es que provenía del barrio porteño de San Telmo, en cuya iglesia parroquial fue bautizada con el nombre de Laura Ana y donde vivió hasta los 10 años yéndola de pobre, pero en serio. Al comienzo no le decían “Tita”, sino “Laucha”. Al “Tita” se lo inventó ella durante su adolescencia, mientras ordeñaba vacas y preparaba el rancho para la peonada en una estancia de Bartolomé Bavio, en la provincia de Buenos Aires. “En el campo, los cuerpos envejecen sin que nadie repare en el escándalo” (Antonio Cisneros). A los 15, sometida a la duda hamletiana de pasar su existencia entre las vacas o rehacer su vida en la Capital, comenzó a enviar unas fotos de cuerpo entero donde aparecía con la boca repintada y la hebilla del cinto ceñida en el último agujero. Como no recibió absolutamente nada a vuelta de correos, optó por romper la alcancía, calzar un par de zapatos combinados y, con un puñado de monedas cuyo peso no excedía los 100 gramos, viajar para golpear la puerta de servicio del teatro Bataclán. –¿Y a vos, piba, quién te manda? –A mí no me manda nadie. A mí me empuja el ­hambre. La calzaron en el interior de unas medias francesas bien caladas y debutó con el pasodoble más exitoso del verano, “Titina”. ¡Con ustedes, Tit (in) a Merello! Después lo predecible: fracaso, deambuleo y soledad, hasta que decidió probar suerte con el tango. Eligió, para debutar, un clásico del dolor arrabalero, “Trago amargo”. Tita (22), con una foja de servicios digna de una loba, cantaba tangos de 150 segundos de duración y a los varonazos de la popular se les veía circular la sangre por los ojos, debajo del pelo en­gominado. Fue entonces, escribiría años más tarde en su apasionante libro de memorias, que Buenos Aires se le vino encima. Trabajó alternativamente en el Maipo y en el Porteño, y la cátedra, algunas veces, la castigaba. La señorita Merello carece de técnica. La señorita Merello carece de formación. Pero ella sabía muy bien lo que quería: “Al público, lo que verdaderamente le preocupa es que el artista sea honrado”. Por esos días, fue gestando de manera laboriosa su identikit de arrabalera. Y como para hacer El rancho del hermano –una obra de Martínez Paiva– hacía falta una porteña bien debute, le ofrecieron el papel y lo aceptó. La platea costaba 80 centavos y el gallinero, 25. Tita Merello y Martínez Paiva mantuvieron durante los ensayos un duelo de titanes. Él le decía que al final del primer acto ella tenía que apagar el cigarrillo en el cenicero y ella le decía que sí, que cómo no, pero lo aplastaba con la suela del zapato. Y eso, a los de 25, les encantaba. Cuando el director de cine Moglia Barth planeó el reparto de Tango, en 1932, a la primera que llamó fue a la Titina. A veces la dan por la tele. Menos ella, los demás parecen malevos andaluces. Le pagaban como nunca los del biógrafo, pero la verdad es que el cine, aunque le venía bien, no le convenía. Y es que su negocio en realidad no estaba en cobrar los 100 pesos diarios que le pagaban durante el mes que duraban los rodajes, sino los 200 que le daban los propios exhibidores para que cantara en vivo, durante los intervalos. Tres, cuatro tangos a lo sumo y después a cobrar, clink caja. Y es que Tita era así, plata in mano culo in terra. Nada de bancos. Ni de cajas de ahorro. En el centro de la habitación, levantaba una baldosa y ahí escondía los billetes, tras acomodarlos cabeza con cabeza. Después, sobre la baldosa, extendía una alfombrita; sobre la alfombrita, una mesa de madera, y sobre la mesa, un florero, una jaula y el canario. ¿Que por qué se menciona tantas veces el dinero en esta nota? Porque desde que empujada por el hambre tocó timbre en el Bataclán, Titina Tatanguera se convirtió en una severa administradora de sí misma. “La calle Corrientes, sin vento, puede ser la Quinta Avenida del fracaso” (Tita Merello). Al promediar los 40 podía, si quería, encadenar entre sí todas las famas que se había ganado a pulso con el paso de los años y dar la vuelta a la manzana. Tita la guasa, la tigresa, la rea, la canyengue. O sea: una mujer dura y terrible, en un país de hombres duros y terribles. Ya estaba, como quien dice, a punto de caramelo para llevar al teatro Filomena Marturano, el clásico de Eduardo Di Filippo que se mantuvo más de un año en cartelera. Tita comenzó a multiplicar con una calculadora de seis ceros: 13 meses por 32 funciones por 850 butacas por 500 pesos que costaba la platea, equivalían a un mes de vacaciones en la Costa Azul, a dos meses en Tahití o a seis en Punta Mogotes. Pero en lugar de salir a dar la vuelta al mundo, prefirió comprarse un perro de bolsillo, del que sólo la muerte lograría separarla: Corbata. Se llevaba tan bien con el pichicho que acabó ­convirtiéndolo en su amigo y confidente. Iba con él a un bar, por ejemplo, y le decía: “Vamos a tomar un té frío con limón, Corbata, porque aquí el café es ­asqueroso”. Guau. “Más solo que Dios, no hay nadie” (Tonino ­Guerra). ¿Y el amor? Bueno, en la cancha de l’amore, a Tita Amorello le pasó lo mismo que a sus personajes: se enamoró de un cómico sentimentalmente tornadizo, Luis Sandrini, y vivió mucho tiempo arrinconada, esperando una decisión que, cuando se produjo, lo hizo con efecto contrario: Sandrini se casó, sí, pero no con ella, sino con otra actriz, Malvina Pas­torino. La historia del gran chasco sentimental de Ti­tantoamore, contado y recontado por las revistas de la época, operó como una bomba en el corazón de los de 25. Lo cierto es que Tita Maturano se quedó sola con el perro y nunca quiso abrir juicio sobre el tema. Si le preguntaban por Sandrini, alzaba los hombros. Y si le repetían la pregunta, se levantaba de la silla y se mandaba a mudar. Si soy así, ¿qué voy a hacer? Después cayó el gobierno de Perón, y ella, por simple asociación de ideas, pasó a ocupar en el índice del show un lugar en la eme de los muertos: ¿Merello cuál? ¿La peronista? Pudo haberse exiliado en México. O en Cuba, donde los de 25 la adoraban, pero volvió a quedarse. A veces actuaba en el parque Retiro. O venía a Córdoba y, subida al mostrador, inauguraba una pizzería en la calle 27 de Abril. Primero cantaba “Malevaje” y al final, de postre, su best seller: “Se dice de mí”. –Se dice de míííííííí... Los que dicen que soy chueca –afirmaba, a razón de 78 revoluciones por mi­nuto– no me han visto en camisón. ¿Es que en este país hay ­alguien que se llame Tita, to­davía? Más tarde, cuando ya parecía resignada a posar para la eternidad como un jarrón y a vivir asomada a la ven­tana para ver pasar el mundo, la llamaron de la tele para hacer “un par de cosas”. Corría el año 1962 y, un poco por tacañería y otro poco por pudor, Tita Nacional carecía de televisor. Le mandaron uno para que se decidiera. Sopesó el chancho de barro y respondió que sí. Lo primero que le propusieron amagaba, desde el título, con ser un enjuague terrorífico: Tangos, mis recuerdos por orden de aparición. Pero el par de cosas rápidamente se convirtió en cuatro, las cuatro en ocho y al final terminó dirigiendo su propio consultorio sentimental. Querida Tita, le escribían las chicas de San Telmo, estoy enamorada de un muchacho con mucha pinta y pocas ganas de trabajar. Entonces ella, con el perro asomado por un bolsillo del batón, le soltaba el discurso que todos querían escuchar. La vida, querida –decía–, es un flan que se prepara con tres huevos de trabajo, cuarto kilo de respeto y una cucharadita de amor. Y, dicho en su voz, era verdad. El capítulo final de su existencia, cuando se fue quedando cada vez más quieta y más callada al abrigo de la magnífica piedad de Favaloro, pertenece a la parte más estremecedora de su historia. Los de 25 se pusieron especialmente tristes cuando Tita murió. Son los mismos que ahora están alegres porque cada vez que a Volver se le acaban las películas, pum, van al archivo y recurren a las obras maestras de la Tita Nacional. Haga patria, vote a Hitchcock Hitchcock Alfredo, el mago del suspenso, fue, cinematográficamente hablando, el supremo inventor del MacGuffin, recurso que se podría definir como el arte de deslizar una bomba activada en el portafolios de un niño encantador y ­después seguirlo mientras pasea por las calles de Londres. A Hitchcock le dabas un MacGuffin como punto de apoyo y podía desplazar el mundo. Psicosis, por ejemplo, comienza con la empleada Janet Leigh metiendo la mano en la lata de la empresa y, cuando el público está hundido hasta las cejas en el espinoso porvenir de la ladrona, ella para el coche a la orilla del camino y se aloja en el hotel de Anthony Perkins. Para que un MacGuffin funcione, explicaba Hitch­cock, debe ser simultáneamente imprescindible e innecesario. La historia del cine está llena de MacGuffins. Uno corto: Robert Duvall, en Apocalipsis now, se calza con meticulosidad unas fabulosas botas de combói e inmediatamente después sale a bombardear vietnamitas desde una escuadrilla de helicópteros que se desplazan por el cielo como los jinetes del Séptimo de Caballería. Uno largo: en Corredor sin retorno, el periodista Bennet Peter Breck escribe sobre la locura internándose en un manicomio, del que, finalmente, no logra salir. Hay infinidad de escurridizos MacGuffins en la historia del cine. Tantos como en la de la política. ¿O no es un MacGuffin el que precede a las elecciones de agosto? Un lote de opositores esencialmente similares en sus objetivos pero visceralmente incapaces de asumirlo. Haga patria, vote a Hitchcock.
Posted on: Mon, 15 Jul 2013 12:56:56 +0000

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