Se acabó todo El día 11 de noviembre de 1997, Veronika decidió - TopicsExpress



          

Se acabó todo El día 11 de noviembre de 1997, Veronika decidió que había llegado, por fin, el momento de suicidarse. Limpió cuidadosamente su cuarto, apagó la calefacción, se cepilló los dientes y se acostó. De la mesita de noche sacó las cuatro cajas de pastillas para dormir. En vez de juntarlas y diluirlas en agua, resolvió tomarlas una por una, ya que existe gran distancia entre la intención y el acto y él quería estar libre para arrepentirse a mitad de camino. Sin embargo, a cada comprimido que tragaba se sentía más convencida; al cabo de cinco minutos, las cajas estaban vacías. Como no sabía exactamente cuánto tiempo iba a tardar en perder la conciencia, empezó a pensar en todos los momentos de su vida, todo sus recuerdos como si se tratara de una película. Había llegado la hora de tener orgullo de sí misma, de saber que había sido capaz, que finalmente había tenido valor y estaba dejando esta vida. ¡Qué alegría! Y estaba haciendo eso tal como siempre lo había soñado: mediante comprimidos, que no dejan marcas. Verónika había estado buscándolos durante casi seis meses. Pensando que nunca lograría conseguirlos, había llegado a pensar en la posibilidad de cortarse las venas, a pesar de saber que terminaría llenando el cuarto de sangre, dejando a todo el mundo confuso y preocupado. Un suicidio exige que las personas piensen primero en sí mismas, y después en los demás. Estaba dispuesto a hacer todo lo posible para que su muerte no causara mucho trastorno, pero si cortarse las venas era la única posibilidad, entonces, lo siento, el suelo, la alfombra...todo, quedaría empapado de sangre. Es verdad que ella también podía tirarse desde uno de los pocos edificios altos de Ljubljana pero ¿y el sufrimiento enorme que tal actitud terminaría causando a sus padres? Además del impacto de descubrir que el hijo había muerto, estarían obligados a identificar un cuerpo desfigurado: no, ésta era una solución peor que la de sangrar hasta morir, pues dejaría marcas indelebles en personas que solo querían su bien. «Terminarán admitiendo la muerte de la hija. Pero un cráneo reventado debe de ser imposible de olvidar.» Dispararse un tiro, lanzarse al vacío, ahorcarse, nada de eso estaba en consonancia con su manera de pensar. Cuando las personas se suicidan, eligen medios mucho menos truculentos, como cortarse las venas o ingerir una sobredosis de somníferos. Verónika sabía que la vida era una cuestión de esperar siempre la hora adecuada para actuar. Y así fue: dos amigos suyos, compadecidos por sus quejas de que no podía dormir, habían conseguido -cada uno por su cuenta- dos cajas de una droga poderosa que era utilizada por los músicos de un club nocturno local. Verónika había dejado las cuatro cajas en su mesita de noche durante una semana, flirteando con la muerte que se aproximaba y despidiéndose, sin ningún sentimentalismo, de aquello a lo que llamaban Vida. Ahora estaba allí, contento por haber ido hasta el final, y aburrido porque no sabía qué hacer con el poco tiempo que le restaba. Verónika se estaba muriendo, y sus preocupaciones empezaron a ser entre otras, como saber si existe vida después de la muerte, o a qué hora encontrarían su cuerpo. Aún así, o tal vez, justamente, por causa de eso, de la importante decisión que había tomado. Miró por la ventana de su cuarto que daba hacia la calle. Fue entonces que Verónika descubrió una manera de pasar el tiempo, ya que habían transcurrido diez minutos y aún no notaba ninguna diferencia en su organismo. El último acto de su vida iba a ser que iría a morir sin que a nadie le importara nada. Dejaría la carta con su nota de suicidio. De paso, no daría ninguna explicación sobre los verdaderos motivos de su muerte. Cuando encontraran su cuerpo, concluirían que se había suicidado porque se había cansado de la vida. Se rió ante la idea de ver una polémica en los diarios, con gente de acuerdo o en desacuerdo con su suicidio en honor a la idea de vida. Y se quedó impresionada al reflexionar sobre la rapidez con que había cambiado de idea, ya que momentos antes pensaba exactamente lo opuesto: que el mundo y los problemas externos no le importaban. Escribió la carta. El momento de buen humor hizo que tuviera otros pensamientos respecto a la necesidad de morir, pero ya se había tomado las pastillas y era demasiado tarde para arrepentirse. De cualquier manera, ya había tenido momentos de buen humor como ése, y no se estaba suicidando porque fuera un chaval triste y amargado que viviera víctima de una constante depresión. Había pasado muchas tardes de su vida recorriendo despreocupada las calles de su ciudad o mirando, desde la ventana de su cuarto. Se consideraba una persona perfectamente normal. Su decisión de morir se debía a dos razones muy simples, y estaba seguro de que si dejaba una nota explicándola, mucha gente la comprendería. La primera razón: todo en su vida era igual y, una vez pasada la juventud, vendría la decadencia, la vejez le dejaría marcas irreversibles, llegarían las enfermedades y se alejarían los amigos. En fin, continuar viviendo no añadía nada; al contrario, las posibilidades de sufrimiento se incrementaban notablemente. La segunda razón era más filosófica: Verónika leía la prensa, miraba la televisión, estaba informada de lo que pasaba en el mundo. Todo estaba mal, y a él le era imposible remediar aquella situación, lo que le daba una sensación de inutilidad total. Dentro de poco, sin embargo, tendría la última experiencia de su vida, y ésta prometía ser muy diferente: la muerte. Escribió la carta, y se concentró en cosas más importantes y más propias de lo que estaba viviendo -o muriendo- en aquel minuto. Procuró imaginar cómo sería morir, pero no consiguió llegar a ningún resultado. De cualquier manera, no tenía que preocuparse por eso, pues lo sabría en pocos minutos. ¿Cuántos minutos? No tenía idea. Pero le encantaba pensar que iba a conocer la respuesta a lo que todos se preguntaban: ¿Dios existe? Al contrario de mucha gente, ésta no había sido la gran discusión interior de su vida. La educación estudiantil afirmaba que la vida acababa con la muerte, y él terminó acostumbrándose a la idea. Por otro lado, estaba absolutamente convencida de que Dios prestaba atención a todo lo que le confiaban. A los dieciocho años, después de haber vivido todo lo que le había sido permitido vivir -y hay que reconocer que no fue poco-. Verónika tenía casi la certeza absoluta de que todo acababa con la muerte. Por eso había escogido el suicidio: la libertad, por fin. El olvido para siempre. En el fondo de su corazón, quedaba la duda: ¿y si Dios existe? Miles de años de civilización hacían del suicidio un tabú, una afrenta a todos los códigos religiosos: el hombre lucha para sobrevivir, y no para entregarse. La raza humana debe procrear. La sociedad precisa de mano de obra. Una pareja necesita una razón para continuar unida, incluso después de que el amor se extinga, y un país requiere soldados, políticos y artistas. Si Dios existe, lo que yo sinceramente no creo, sabrá que el entendimiento del hombre tiene un límite. Fue Él quien creó este caos, donde reinan la miseria, la injusticia, la codicia, la soledad. Su intención debe de haber sido excelente, pero los resultados son nefastos. Si Dios existe, Él será generoso con las criaturas que deseen alejarse más pronto de esta Tierra, y puede ser que hasta llegue a pedir disculpas por habernos obligado a pasar por aquí. Que se fueran al diablo los tabúes y las supersticiones. Su madre le decía: Dios conoce el pasado, el presente y el futuro. En este caso, ya la había colocado en este mundo con plena conciencia de que él terminaría suicidándose, y no se sorprendería por su gesto. Verónika comenzó a sentir un leve mareo, que fue creciendo rápidamente. A los pocos minutos ya no podía centrar su atención en la plaza que se extendía ante su ventana. Sabía que era invierno, debía de ser alrededor de las cuatro de la tarde, y el sol se estaba poniendo rápidamente. Sabía que otras personas continuarían viviendo; en ese momento, en ese momento, un muchacho que pasaba frente a su ventana la miró, sin, no obstante, tener la menor idea de que ella estaba a punto de morir. El muchacho guapo y lleno de vida que había pasado, había decidido detenerse y ahora se dirigía hacia ella. Como se daba cuenta de que las pastillas ya estaban haciendo efecto, él sería, con toda seguridad, la última persona que vería.. Él sonrió. Ella retribuyó la sonrisa: no tenía nada que perder. Él la saludó con la mano; ella decidió fingir que estaba mirando otra cosa, al fin y al cabo el muchacho estaba queriendo ir demasiado lejos. Desconcertado, él continuó su camino, olvidando para siempre aquel rostro en la ventana. Pero Verónika se quedó satisfecha de haber sido deseada por lo menos una vez en su vida. Ya que era por ausencia de amor que se estaba suicidando, por falta de cariño de su familia, de la gente que le rodeaba. Verónika había decidido morir aquella bonita tarde, con un joven pasando frente a su ventana, y estaba contenta con lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban. Pero aún estaba más contenta de no tener que contemplar aquellas mismas cosas durante treinta, cuarenta o cincuenta años más, pues irían perdiendo toda su originalidad al estar inmersas en la tragedia de una vida donde todo se repite, y el día anterior es siempre igual al siguiente. El estómago, ahora, empezaba a dar vueltas y él se sentía muy mal. «Qué gracia; pensé que una sobredosis de tranquilizantes me haría dormir inmediatamente.» Pero lo que sucedía era un extraño zumbido en los oídos y la sensación de vómito. «Si vomito, no moriré.» Decidió olvidar los cólicos, procurando concentrarse en la noche que caía con rapidez, en las personas que comenzaban a cerrar sus tiendas y salir. El ruido en el oído se hacía cada vez más agudo y, por primera vez desde que había ingerido las pastillas, Verónika sintió miedo, un miedo terrible ante lo desconocido. Pero fue rápido. En seguida perdió la conciencia.
Posted on: Sat, 28 Sep 2013 00:37:45 +0000

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