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Solamente alguien que no tuviera ojos dejaría de notar la alegría animal en el brillo de sus tallos. Aunque sus movimientos literales servirían a los escepticos para demostrar lo profundamente vegetal de sus raíces, yo me afirmo en mis dichos: Crecen en mi jardin varias manadas de cobras verdes. Nunca sentí a la madre poniendo sus huevos, aunque he visto durante las tardes de invierno arrastrarse sigilosamente una larga serpiente verde y amarilla, escupiendo un fluido inodoro, incoloro, insipido. ¿Habrá sido ella? Ahora afloran desde el abrigo de la tierra al compás de la música caliente del astro rey. Así, en la franja que estuvo soleada durante todo el invierno, un fascinado estirón profundo saluda mis mañanas; allá donde ha empezado a entibiar desde hace poco, la cobra asoma su cabeza tímida; acá, paciencia, apenas unos pocos hocicos valientes olfatean la temperatura dulce. Mis pequeñas serpientes verdes son muy vulnerables. Debi suplir sus colmillos ausentes con aquellos que el mandarino nos legó. El gran padre del jardín protege a quienes viven a sus circunspectos pies. Su dignidad no le impide participar en la fiesta anual de la primavera: ha decidido poblarse de pimpollos para recibir el calor. El mandarino ¡querido anciano! tiene el pelo y la barba cubiertas de dulcísimo y canoso blanco.
Posted on: Mon, 09 Sep 2013 10:52:31 +0000

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