(Yo) Cuento La procesión del caballo Me parece que mi problema - TopicsExpress



          

(Yo) Cuento La procesión del caballo Me parece que mi problema con las procesiones fue que llegué tarde, en una mala época, por así decir. En las procesiones a las que yo iba nada más se rezaba, pero hubieron otras que parecen haber sido más divertidas, o cuando menos más animadas. Hubo una, la más famosa, que fue la del caballo. Era una procesión por algún festejo del pueblo, y en ese momento habían agarrado por la avenida de entrada, que era la única calle ancha, y la gente iba como siempre rezando atrás de la imagen de la virgen que iba como siempre sobre un tablón todo cubierto con flores que llevaban sobre los hombros cuatro hombres que estarían como siempre arrepintiéndose de algún pecado que tenían ganas de cometer. Al frente el cura y los monaguillos repartiendo agua bendita vestidos con esas túnicas y puntillas blancas impecables. Y tres cuadras más allá, al fondo de la calle y del pueblo, mi abuelo, los hermanos de mi abuelo y algún vecino que nunca faltaba, que para esa época no sólo no rezaban sino que parece que todavía tampoco se habían arrepentido. Cuando pasó todo y el cura andaba debatiéndose entre ayudar a levantarse a las viejas todas desparramadas por la calle de tierra o levantar primero la imagen de la virgencita que estaba clavada de coronita en la cuneta de la izquierda, y las opiniones de los feligreses se dividían entre culpar al mismo diablo o a algún delincuente de la zona que lo llevara metido en el cuerpo, dicen que mi bisabuela, sacudiéndose el polvo del batón y de la cara, le decía entre dientes a su hermana, para que no la escuche nadie más, “los muchachos, Chenga, estos salvajes seguro que fueron mis muchachos”. Pobre mujer, toda una vida sabiendo sin poder arrepentirse. De lo que tampoco parece que se habían arrepentido todavía era de lo que le hicieron al hijo de la Tita. Pobre muchacho, que llegó con su familia a vivir en un barrio donde ya vivían mi abuelo, los hermanos de mi abuelo y los vecinos que ya eran vecinos desde antes. Como todo recién llegado quería “entrar al grupo”, caer bien y hacerse amigo. Amigo al final se hizo, porque de hecho era al que muchos años después mi abuela llamaba por sobre el tapial de la medianera, a cualquier hora de la noche, para que vaya a buscar al médico cuando mi mamá o los hermanos tenían fiebre y mi abuelo andaba por el campo. Y mi abuela nunca se olvidó de cómo, aunque lloviera o hiciese frío, allá salía el hijo el hijo de la Tita a ganarse el cielo en bicicleta, nomás de puro vecino. Bueno, a ése, de chico, recién llegado al barrio, lo invitaron a ir con ellos al arroyo. Y lo animaron a saltarlo de una orilla a la otra, como ellos. Como el hijo de la Tita era más chico y le faltaba entrenamiento, le marcaron el ancho del arroyo con dos palos sobre el pasto y ahí lo ayudaron a practicar hasta que el recién llegado ya casi que ni era recién llegado y empezó a llegar de un salto de un palo hasta el otro y a confiarse así de que ya podía saltar de una orilla a la otra sin caerse al agua; más ahora que había empezado el frío y la Tita era tan cuidadosa y como él era hijo único lo controlaba que no se resfriase y esas cosas. Hasta que un día él decidió anunciar a la barra que estaba listo y encaró el arroyo. Mi abuelo, los hermanos de mi abuelo y los vecinos viejos le insistieron que practique un poco más y que si estaba bien seguro. Y él que sí, que ya no era un nene y saltó. Tomó carrera y saltó, impecablemente saltó como lo había hecho en el pasto por semanas, para caer impecablemente en el agua del arroyo frío más o menos un metro antes de la orilla. Porque lo que no calculó el hijo de la Tita, fue la paciencia de animales de sus nuevos amigos, que desde el primer día del entrenamiento le habían calculado la distancia entre los palos en el pasto un metro menos de lo que sabían que medía el arroyo, y que adrede saltaban corto para que pareciese que llegaban exigidos igual que como llegaban cuando saltaban sobre el arroyo de verdad. Un metro menos le pusieron entre los palos. Y un metro antes de la otra orilla cayó al agua el hijo de la Tita. La Tita que se pasó un mes gritando y un mes más sin hablarle a mi bisabuela por arriba del tapial de la medianera. Mi bisabuela que obligaba a sus hijos a ir todos los días a preguntarle a la Tita cómo seguía el hijo del catarro, menos para enterarse que para ahorrarse el trabajo de gritarles total ya les gritaba la Tita cada vez que los veía ahí parados en la puerta con cara de carneros degollados. Mi bisabuela que degolló su gallina más gorda y la hizo caldo y se lo mandó a la Tita para el hijo, sabiendo que lo iba a disfrutar mucho menos el hijo que el padre, que sí la seguía saludando todos los días pero en voz baja para que la mujer no lo retase. Resultado debe haber dado la estrategia porque al tiempo ya se saludaban todos de nuevo y hasta me parece que la Tita, en la procesión ésa del caballo, iba del otro brazo de mi abuela rezando el rosario un poco y otro poco criticando a las mujeres de alrededor que para eso son tan largos los rosarios que en el medio hasta dan tiempo para ir tratando otros temas. Lo que hay que reconocerles es el ingenio y la estrategia. Haber ido a hablar con el cura con el pretexto de querer llevar la virgencita y así averiguar el recorrido. Hacer ilusionar al pobre hombre con que si era necesario hasta se confesaban y todo. Conseguir el caballo, la estopa y el querosén. Y la sangre fría. Porque hay que tener mucha sangre fría para largar un caballo enloquecido por su propia cola en llamas por la misma calle en dirección contraria a la procesión. Y el buen tino de haberlo largado como tres cuadras antes, para que al menos lo viesen venir de lejos y tuviesen la chance de salirse a tiempo. Se ve que algunas buenas intenciones tenían, aunque en la práctica haya salido todo un poco peor de lo que ellos imaginaban. Y eso sin hablar del caballo. Ya después de esto mi abuelo empezó a trabajar de boyero. A cuidar a los animales en el campo varios días seguidos, solo. A lo mejor lo mandaron por salvaje. Pero seguro también que fue por pobre. Porque para ese entonces ya iban como por los nueve o diez hermanos y él ya había cumplido los 12. A lo mejor esto también ya lo sabía la madre, y quizá no lo haya querido hacer muy dócil, aunque le complicara la vida, sabiendo adónde lo tenía que mandar. A mi bisabuela, el día que quedó desparramada en el piso del brazo de la Tita y la Chenga, todavía le faltaban parir dos o tres más, y un montón de procesiones a las que ir a rezar. Pero yo no creo que le hayan servido de mucho. Porque ella siempre supo, lo que pasa es que nunca pudo arrepentirse. Daniela Traverso
Posted on: Tue, 30 Jul 2013 00:02:23 +0000

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