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a adoración cambió mi vida, despertó en mi corazón una necesidad vital que nunca más he abandonado. Adorar a Dios cambió las perspectivas de mis sentimientos religiosos, me hizo crecer y experimentar de manera ostensible Su presencia. Años atrás el ministro de adoración de la iglesia a la que asistía me preguntó:- ¿Te gustaría ser parte del grupo de alabanza y adoración?- Siempre pensé que podía ser útil y servir en cualquier otro ministerio, pero, ¿en adoración, con apenas 51 años en las costillas y tanto talento joven en la iglesia? Sentí que la invitación venía de parte de Dios y me uní al grupo por más de tres años. Desde aquella plataforma, semana tras semana, aprendí que la adoración es solamente un asunto del corazón. También aprendí que la adoración no sólo se trata de la música y de entonar lindos cánticos al Señor. La adoración al Dios viviente es uno de los privilegios cristianos que perdurará para siempre. Es poner en sintonía a nuestro espíritu con el Espíritu de Dios, es responder plenamente a las manifestaciones de Su gracia y presencia. Lo alabamos por lo que ha hecho, hace y hará; lo adoramos por lo que Él es: ¡santo, admirable, glorioso, digno de toda honra y honor! No hay fórmulas ni recetas para adorar, sino las que la propia Palabra de Dios nos dicta: en espíritu y en verdad (Juan 4:24), ofreciéndonos como sacrificio vivo en adoración espiritual (Ro 12:1). Así lo hizo Job, quien en medio de la prueba y del sufrimiento expresó: “Yo sé que mi redentor vive, y que al final triunfará sobre la muerte”. (Job 19.25). Una expresión de adoración auténtica si meditamos en las tribulaciones de Job; y una palabra profética que se cumplió en la cruz del Calvario. ¿Pero cómo adorar en espíritu a un Dios tan inmensamente grande y majestuoso? El apóstol Santiago “nos da un norte” para comenzar a entender: “Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes.” (Stg 4:8). El primer paso para aprender a adorar a Dios es acercarnos a Él tal y como somos, establecer una amistad verdadera con Él. Según Lutero sólo hay dos formas de acercarnos a Dios en nuestra condición de pecadores: o a través de la religión o a través del evangelio. A través de la primera encontraremos decepción porque nos enfocaremos en nosotros mismos, en lo que creemos que debemos hacer para intentar agradarle (pura receta legalista); la segunda, es decir acercarnos a Jesús a través del evangelio, conlleva a un reconocimiento de lo que Cristo ya hizo en la cruz por ti y por mí y que es el acto y la razón suprema por la que Él es el único digno de toda adoración. Adoración es rendición total al Cristo que vive en nosotros, es postrar el alma a los designios de su voluntad, es, como dijera el hermano J. Carroll, “echar nuestra corona delante de Él” para que sólo Él sea exaltado. La corona es el símbolo de nuestro orgullo y endiosamiento, las maneras engañosas en que osamos ocupar el trono que sólo a Él corresponde y que impiden la adoración auténtica, es buscar la alabanza de los demás e intentar usurparle la gloria al único digno de gloria. ¿Tienes algunas de estas coronas? Échalas a los pies del Señor y dale la gloria sólo a Él. Es su gloria y no la nuestra, fue su sacrificio y no lo que intentamos hacer para Él lo que vale, mueve y motiva a adorarle. “Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el Señor, que actúo en la tierra con amor, con derecho y justicia, pues es lo que a mí me agrada” —afirma el Señor— (Jeremías 9:24) Nunca estamos lo suficientemente cerca de Dios como quisiéramos. Adoración es decidir con toda nuestra alma que viviremos sólo para darle gloria a aquél que nos lleva sujetos de la palma de su mano y que jamás nos soltará. Es dejar que Cristo ocupe nuestra mente y que nuestra humanidad sea mejorada, sanada y restaurada por su resplandor. La adoración trasformó a David. El hombre “conforme al corazón de Dios” vivió en un nicho espiritual entre lo sublime de la gloria de Dios y el temor que le causaron sus enemigos y las amargas consecuencias de sus propios pecados. Su reconocimiento a la santidad de Dios, la confesión y el arrepentimiento de los pecados y un espíritu gimiendo por la presencia del Señor fueron las esencias de David en una vida que buscaba desesperadamente las bendiciones y las misericordias de Dios. También entendió que el adorar implicaba dar sin importar sacrificio: “No voy a ofrecer al Señor mi Dios holocaustos que nada me cuesten”. (2 Sm 24.24). “¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me voy a angustiar? En Dios pondré mi esperanza, y todavía lo alabaré. ¡Él es mi Salvador y mi Dios!” (Sal 43.5). David es un ejemplo de un siervo de Dios transformado por la adoración. Una vida transformada, alaba al Señor inexorablemente. Si la adoración no nos cambia, quizás hemos celebrado, pero no hemos adorado al Señor que nos regaló la salvación. Adorar es darnos, ofrecernos en gratitud, en acción de gracias, es brindar sacrificio de alabanzas, es oración. Santiago nos exhorta: “¿Está afligido alguno entre ustedes? Que ore. ¿Está alguno de buen ánimo? Que cante alabanzas.” (Stg 5.13). La adoración debe atraer el corazón y el espíritu a la majestad y la grandeza del creador a través de su hijo Cristo y en el poder del Espíritu Santo. La adoración debe movernos a una acción de devoción, por eso, cuando es auténtica, nos transforma, nos hace crecer y jamás seremos iguales. “Digno eres, “Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas; por tu voluntad existen y fueron creadas.” (Ap. 4.10-11). atentamente ministtro gaspar barrientos
Posted on: Tue, 10 Sep 2013 19:32:16 +0000

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