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por GUILLERMO DAVID SOMMERVILLE ALGUNOS recordamos cuando era posible cerrar un contrato con una palabra y un apretón de manos. Hoy es necesario firmarlo en presencia de dos testigos, sellarlo, lacrarlo, registrarlo y publicarlo, y ni aun con eso estamos seguros de que no vaya a pasar algo feo. ¿A qué hemos llegado? Hay médicos que cobran operaciones no hechas; bioquímicos que cobran análisis no realizados; comerciantes que envían el dinero fuera del país y declaran quiebra; alumnos que se copian sin vergüenza y hasta sin miedo, porque hay profesores que lo consienten y lo justifican; amas de casa que se quejan cuando el almacenero no les da el vuelto correcto, pero se van sin decir nada cuando es al revés; empleados públicos que aparecen un solo día del mes, el día que cobran; docentes con licencia por enfermedad que emplean el tiempo en otros negocios, así haciendo que su tiempo rinda al doble; obreros cuya meta no es dotados de una fina sensibilidad para escuchar su voz. Percibir la revelación, exige del profeta una activa participación y una actitud particular lograda por un proceso de preparación generalmente doloroso y obtenido por vía del sufrimiento. Dios elige al profeta y habla con él preparándolo progresivamente para la experiencia trascendente de escuchar su voz cada vez con mayor claridad. Pero los acontecimientos de la vida de Israel también están entretejidos con la historia de la Revelación, grandes: problemas económicos, políticos, sociales, culturales y educativos, problemas de nuestra propia fabricación y otros que nos vienen de afuera. Pero, ¿por qué no abrimos los ojos a la realidad de las cosas? Somos un país riquísimo, como hay muy pocos en el mundo, un país que tiene recursos naturales y humanos en abundancia. ¿Por qué es, entonces, que otros países, con menos ventajas, van adelante, y nosotros nos quedamos siempre más relegados? El problema está dentro de nosotros, o, para decirlo más crudamente: nosotros somos el problema. Pongámoslo, mejor, en singular: el problema lo soy yo. El problema es moral, un problema de ética. La palabra ética suena linda, elevada, filosófica. Somos especialistas en poetizar y teorizar cuando hablamos de nuestros conceptos de vida y conducta, especialistas en teorías filosóficas y doctrinas teológicas. Porque así los podemos despersonalizar de tal forma que no influyan en la vida cotidiana. Podemos ser buenos ciudadanos y buenos cristianos sin que nos cueste, y así se nos permite seguir una vida inmoral, o por lo menos amoral, en el trabajo y en la sociedad. Nos quejamos de que las leyes son ineficaces, que hay que modificar la Constitución. Pero, ¿qué sabemos si hay que modificarla si no la ponemos en práctica? Seguimos pasando el semáforo en rojo y eludiendo pagar réditos, y luego nos quejamos de que el país está hecho un desastre. ¿Realmente somos tan ciegos? Nuestro problema es moral y, como ya se dijo, empieza conmigo. Nunca puedo esperar de los demás lo que no espero primero de mí mismo. Los padres no podemos esperar de nuestros hijos lo que ellos no ven en nosotros; y el mismo criterio se aplica a los patrones con sus empleados y obreros y los gobernantes con los gobernados. El profesor quiere que sus alumnos trabajen más, pero ellos ven que él trabaja cada vez menos; los padres esperan que sus hijos sean más diligentes, pero ellos, con su ejemplo, demuestran cada vez más negligencia; el ejecutivo quiere exprimir a sus obreros mientras él vive paseando. Este es el cáncer que está carcomiendo al país. La autoridad que no gobierna con la palabra unida a la práctica es una autoridad ineficaz, por no decir ilegítima. Hemos llegado a una palabra clave: autoridad. En la falta de una autoridad reconocida, respetada y acatada radica todo el problema de ética. Estamos tan cansados del autoritarismo que no queremos saber nada con autoridad. Y en nuestra confusión, no nos damos cuenta de que no hay vida humana sin autoridad, una autoridad buena, sana y justa. La ética presupone autoridad, presupone juicio, y no existe sin ellos. Algo está bien o está mal, correcto o incorrecto, justo o injusto, limpio o sucio, elogiable o condenable. Los más viejos nos hablan de tiempos cuando era fácil saber y sentir la diferencia, cuando la sociedad poseía valores, cuando la tradición se respetaba y la religión era vigente. Como base de todo estaba la fe en un Dios de justicia y santidad, de amor y misericordia, quien premiaba a los buenos y condenaba a los malos, quien perdonaba al pecador pero odiaba el pecado. No siempre se cumplía con los dictados de esta ética, pero por lo menos nadie estaba en duda acerca de ellos. Si uno los infringía, lo ocultaba, pedía perdón o se justificaba y se defendía. Pero nunca negaba que la ética existiera. En nuestros días hemos llegado a que no hay más blanco y negro, todo es gris, todo depende de la óptica con que se mira, todo es bueno o malo según mi punto de vista, es decir, según me convenga o no. La ética de situación reina, con el apoyo muchas veces de la filosofía y la teología. Ya no hace falta superarse, no hace falta mejorar nuestra vida ni la vida de la sociedad. Lo único que interesa es sacar el mayor beneficio personal en el instante; y los demás, que se cuiden, porque no son asunto mío. Es una actitud que parece afectar a todos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, empresarios y profesionales, empleados y obreros. Todo se excusa, todo se justifica con un: Todo el mundo lo hace. Hemos perdido el deseo, y la fuerza de carácter, como para decir: Esto está mal y no lo voy a hacer, piensen lo que piensen y cueste lo que cueste. Sufrimos la falta de disciplina en la familia, en la escuela, en la iglesia y en el trabajo, y en consecuencia se produce cada vez menos la disciplina interior, la fuerza de voluntad necesaria para afrontar las decisiones que debemos tomar a diario. Nos estamos convirtiendo en una sociedad gris, chata, insípida, mediocre, exenta del sentido de drama y tragedia, pero también exenta del sentido de superación y triunfo que sólo la lucha moral bien ganada nos puede dar. Simplemente, nos falta carácter, como individuos y como nación. Anhelamos líderes que asuman la dirección moral de la sociedad, y clamamos por seguidores cuyos corazones respondan a esa dirección. El temor de ir en contra de la corriente, el miedo al qué dirán, la conciencia dormida o -como dice San Pablo- cauterizada, nos ha convertido en pobres víctimas de las influencias e insistencias de otros. Nosotros, que tanto nos enorgullecemos de ser independientes, somos llevados de un lado para otro por las tiranías de otros y por nuestras propias debilidades. Una vez por todas, pongámonos de pie. Declaremos que hay normas que nos gobiernan la conducta, que no tenemos miedo de hacer las cosas bien, que no aceptamos que los demás actúen en perjuicio de nuestra sociedad, que queremos vivir en democracia y no en tiranía, ni siquiera la tiranía de la mayoría. Seamos hombres y mujeres de principios inmovibles, hombres y mujeres de carácter. Dios lo exige, nuestra nación lo exige, y lo exige también nuestra propia felicidad
Posted on: Sun, 17 Nov 2013 00:04:59 +0000

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