IV. Caracteres de la espiritualidad de San Francisco Hemos notado - TopicsExpress



          

IV. Caracteres de la espiritualidad de San Francisco Hemos notado ya el carácter objetivo de la piedad y su familiar intimidad con Jesús, dos cualidades que provenían de la naturaleza imaginativa y afectiva del joven Francisco. Además, de su caballerosidad y ardiente amor sobrenatural se le derivaba otro rasgo característico, a saber: la lealtad, la magnanimidad y la actividad. Y, en fin, de la gracia divina recibía todo el conjunto una nota especialísima de humildad y sencillez. 1.- Lealtad, magnanimidad y actividad Era tan delicada la lealtad de San Francisco, que instintivamente sentía un violento horror por la hipocresía (2 Cel 130-132), y exigía, por ende, una armonía perfecta entre el alma y el cuerpo, la vida interior y exterior, los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica. Lector atento del Evangelio, no había palabras en el libro santo que carecieran de sentido para él. Los consejos de Jesús: Padre nuestro que estás en los cielos... Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... Amad a vuestros enemigos... Bienaventurados los pobres, los mansos, los pacíficos, los que padecen persecución... Sed sencillos, etc., no pasaban desapercibidos a San Francisco; se esforzaba por comprenderlos tan exactamente como habían sido pronunciados por su Maestro; los engastaba en su corazón, los interpretaba y traducía en la vida práctica con un rigor y un literalismo -pues indudablemente hay literalismo- que no provenían ciertamente de poquedad y estrechez de espíritu, sino más bien de su magnanimidad. El heroísmo de su amor reducía al mínimum la parte de la naturaleza y sus inclinaciones, para el máximum de influencia a la gracia divina y a la caridad (LM 9,4). No le basta a San Francisco conocer las palabras de Jesús; quiere además vivirlas. Comentando aquel texto de San Pablo: «La letra mata y el espíritu vivifica», decía que son muertos por la letra quienes desean estudiar las divinas Escrituras únicamente por parecer más sabios y explicarlas a los otros, pero sin preocuparse de asimilarse su espíritu (Adm 7). No podía entretenerse en coleccionar sublimes pensamientos y complacerse tranquilamente en su hermosura. Era dueño de esa elevada sabiduría que no perfecciona sólo la inteligencia con el conocimiento teórico de las verdades, sino que saborea además lo que conoce, que conoce porque ama y para mejor amar, que tanto y tanto más profundamente conoce cuanto más virtuosamente obra. La ciencia es una realidad y un valor sólo en la proporción que es una luz y una fuerza para obrar. «Tanto sabe el hombre -decía él- cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). Tal es uno de los aforismos más verdaderos y más profundos de este hombre sencillo. Su fiel discípulo, Fray Gil, complacíase en repetir que «no se hace nunca tanto como se cree»; pero San Francisco sentía la imperiosa necesidad de obrar cuanto su fe le dictaba. Era a sus ojos una falta de rectitud y lealtad el predicar a los otros una verdad antes de aplicarla a sí mismo, dando con su conducta un continuo mentís a las sublimes concepciones de su inteligencia o a las conmovedoras exhortaciones de sus labios. Sabía muy bien, puesto que lo había observado, que los hombres son de ordinario muy lentos en ejecutar sus resoluciones y naturalmente inclinados a agotarse en palabras, creyendo que se ha hecho cuanto debía hacerse desde el momento que se han enunciado algunos admirables pensamientos y narrado las brillantes acciones de los antepasados. Horrorizábase al considerar que el ejercicio de la palabra llega a agotar tan fácilmente todas las actividades y energías de algunos hombres, que apenas conservan una partecilla para el ejercicio de la virtud. Contra tan general defecto reaccionó él con todas sus fuerzas, y expresó en cierta ocasión, valiéndose de este vigoroso apóstrofe, el horror que semejante deslealtad le causaba: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los paladines y valientes guerreros, que fueron esforzados en el combate, persiguieron a los infieles hasta la muerte, sin ahorrar sudores y fatigas, y consiguieron sobre ellos una victoria gloriosa y memorable; y, por fin, los mismos santos mártires murieron en la lucha por la fe de Cristo. Son muchos los que buscan el honor y la alabanza de los hombres por la sola narración de estas gestas que aquéllos realizaron» (LP 103). Idéntico pensamiento se halla en su Admonición VI: «Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor». Además de la armonía entre los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, la lealtad de Francisco exige también la actividad, es decir, que le hace pronto y generoso en la acción: no sufre dilación en el cumplimiento de sus promesas ni demora en la ejecución de los consejos del Salvador, que le habla desde lo alto de la Cruz o desde el Santo Evangelio. Es tal su carácter, que no puede descansar, y sufre en tanto no ve ejecutado lo que su mente ha concebido (1 Cel 6). Por donde se ve que, siendo idealista y místico, es al propio tiempo un gran hombre de acción. No se contenta con deseos ni veleidades, ni promesas, ni aun con algún que otro movimiento inicial. Al contrario, no satisfecho nunca de los resultados adquiridos, mira siempre adelante, anhela siempre nuevos progresos y aspira siempre a la inmolación cada vez más perfecta de sí mismo. La actividad y el ardor que antes revelara en el desempeño del negocio de su padre, en los juegos y diversiones y en aventuras belicosas, los emplea ahora en el servicio de Dios. Desde el momento en que, abdicadas las cosas caducas y perecederas de 1a tierra, se unió en íntimo abrazo con el Señor, jamás permitió que una partecilla de su tiempo se perdiera. Y a pesar de haber ya depositado en los tesoros de Dios muy abundantes méritos, sentíase siempre -cual si fuera un novicio- con nuevos bríos y más puntual en los ejercicios espirituales: «siempre con el mismo ánimo que al principio, cada vez más dispuesto a ejercitarse en las cosas del espíritu», considerando que es volver atrás el no caminar siempre adelante (2 Cel 159; LM 5,1). No hay prueba mayor de amor, ha dicho el Divino Maestro, que la de dar la vida por aquel a quien se ama. Tres veces intentó Francisco dar esta prueba suprema de amor y tres veces fracasó en su intento; pero nada disminuyó por ello su celo, antes no cesó nunca de desear con renovado ardor cuanto podía ser más agradable al Rey eterno, de buscar con curiosidad de qué manera y por qué medios o deseos podía unirse más perfecta e íntimamente con Dios (1 Cel 91). Enjoyado con los cinco rubíes de las llagas, consumado en gracia delante de Dios, y de todos venerado, soñaba aún en comenzar obras más perfectas y planeaba grandiosos proyectos: volver a la humildad de los primeros días de su conversión, consagrarse de nuevo al servicio de los leprosos... «Comencemos, hermanos -decía-, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado» (1 Cel 103). Ni aun al fin de su vida, destrozado ya todo su cuerpo por la penitencia y la mortificación, suspendió la marcha ascendente hacia la perfección ni aflojó el rigor de la disciplina (2 Cel 210). «Y yo trabajaba con mis manos -dice en su Testamento-, y quiero trabajar aún». No parece sino que su alma se hacía cada día más activa, más alerta y más alegre, a medida que su cuerpo se sentía más débil y agobiado (1 Cel 98). 2.- Humildad y sencillez Fue en virtud de una señaladísima prerrogativa de la gracia -pues no era simple por naturaleza (1 Cel 58)- que el Pobrecillo de Asís alcanzase esa simplicidad que va derechamente a la esencia de la vida espiritual, esto es, a la imitación de Cristo, hallando de este modo el motivo más poderoso para realizarla, al propio tiempo que el verdadero medio para combatir todo afecto desordenado: el amor de Dios. A don tan singular lo había preparado la gracia; excitando en su alma una fe tan viva que la más ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más perfecto conocimiento de sí propio y le había colocado en la humilde postura del publicano que repite sin cesar la plegaria: «Señor, tened piedad de mí, pobre pecador» (1 Cel 26). Durante todo el curso de su vida conservó Francisco esta actitud de humildad. Mejor que nadie sabía él la parte y los méritos que a la voluntad humana competen en la perfección. Por experiencia propia sabía a qué heroicos esfuerzos debe obligarse y a qué sangrientas pruebas someterse. Con todo, jamás le vino al pensamiento la idea de que la victoria sobre sí mismo se debe atribuir al solo esfuerzo humano, por profundas que sean las consideraciones de la inteligencia y enérgicas las resoluciones de la voluntad. ¡Conocía demasiado bien la debilidad de nuestra naturaleza y la fuerza de su inclinación al mal! Penetrado como estaba de estas verdades, San Francisco no podía vanagloriarse de nada. «Considera, oh hombre -decía-, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú... ¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia..., nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte de nada; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5). Ni la magnitud de las gracias recibidas, ni los prodigios por él obrados, ni la veneración de que las gentes le rodeaban, fueron parte para disminuir sus sentimientos de humildad; antes bien, mantuvieron siempre en su espíritu el temor de ser infiel o ingrato para con un Dios que tan bondadoso era con él. A quienes en vida le canonizaban solía responder: «No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú» (2 Cel 133; cf. 1 Cel 53 ss.; 2 Cel 123, 134, 140, 142; Florecillas 9). Prevenía a sus discípulos contra los ataques de la vanagloria, recordándoles a menudo «que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente -añadía- que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17), «porque nosotros, por nuestra culpa, somos contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal» (1 R 22). Con mayor vehemencia todavía, con todo el fuego y ardor de su alma, los exhortaba a ser siempre reconocidos a los beneficios divinos, a ajustar su conducta a las palabras y ejemplos de Jesucristo, a seguir sus huellas y a separar con energía de sus corazones cuanto pudiera apagar en ellos el fuego del amor divino. San Francisco consideraba también la meditación y la oración como una gracia de capital importancia. Afirmaba que la gracia de 1a oración es sobre toda otra deseable, y que sin ella es imposible dar un paso en el servicio divino. Todas las otras cosas y ocupaciones de este mundo, aun las más recomendables y dignas de loa, deben subordinarse a ella; todavía más: deben contribuir a conservar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5; LM 11,1). Por causa de la oración no dudaba moderar sus austeridades corporales, él, que tan vigilante se mostraba en la mortificación de los sentidos. La oración constituía además toda su dicha y todo su consuelo; ella le transportaba cerca del Amado, del que sólo le separaba el quebradizo tabique de su cuerpo; ella era su refugio, y ninguna empresa acometía sin haber antes acudido a Dios y depositado en Él todos sus pensamientos; ella ocupaba todo su tiempo, por trabajosas que sus ocupaciones fueran, y a ella se dedicaba en cuerpo y alma" (1 Cel 71; 2 Cel 94; LM 10,1). «Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Para consagrarse a ella con mayor holgura buscaba ávidamente la soledad y el silencio y se abandonaba luego a todas las efusiones de su amor (2 Cel 95; LM 10,3). Tomás de Celano nos ha dejado escritas en sus Vidas las ingenuas industrias de que el Seráfico Padre se servía para fabricarse una soledad artificial y ocultar las visitas de la gracia (2 Cel 94 y 99). Después de la oración daba humildemente gracias al Todopoderoso por los regalos, dulzuras y consuelos que, no obstante su indignidad, se había dignado otorgarle, y suplicábale se los guardara Él en depósito, «porque yo -decía- soy un ladrón de vuestros tesoros». El razonamiento, el encadenamiento continuo y lógico de las ideas, parece ser que ocuparon un lugar muy limitado en su oración. Conforme a su naturaleza intuitiva, San Francisco pensaba -como dicen los psicólogos- más por contigüidad que por continuidad. Para hacer de todo su corazón un múltiple holocausto se presentaba bajo muy variados aspectos a Aquel que es soberanamente simple, y su alma se dirigía a Dios considerándolo como juez, como padre, como amigo o como esposo (2 Cel 95). Otras veces repetía sin cesar unas mismas palabras, cuyo sentido no llegaba nunca a agotar: «¡Dios mío y mi todo!... ¡Quién sois Vos, Señor, y quién soy yo, pobre gusanillo!... ¡Yo quisiera amaros!...» Mas el objeto principal de sus místicas elevaciones e interiores coloquios era -como fácilmente se adivina- el objeto mismo de su pensamiento dominante: el misterio de la Pasión de Jesús, que le elevaba hacia las cumbres de la vida mística (2 Cel 98; LM 10,2). En posesión del amor de Dios por la sencillísima senda de 1a humildad, de la oración y de la contemplación habitual del misterio de la Cruz, por el cual se veía especialísimamente favorecida su alma, Francisco de Asís se adhiere deliberadamente a seguir e imitar a Jesús. Este fue -como ya dijimos- su ideal. Por eso él no siente la necesidad de buscar otros modelos ni quiere otro maestro en el camino de la perfección que Jesús, ni otro tratado de vida espiritual que el Santo Evangelio. «Y después que el Señor me dio hermanos -dice en su Testamento-, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio». El santo joven de Asís, simple y poco versado en las letras humanas, desconoce los tratados y libros de espiritualidad, en los que los santos y doctores de los pasados siglos han acumulado los resultados de sus experiencias personales, expuesto la naturaleza de la perfección y descrito sus diferentes grados. Y no sólo los ignoraba, pero -y no es ésta la menor de sus originalidades- ni parece haberse preocupado mucho por conocerlos. A quienes le recordaban los ejemplos de los antepasados (2 Cel 188) y proponían los viejos moldes de la vida religiosa, respondía escuetamente que él se atenía a lo que había recibido del Señor (LP 18). Tenía bastante con el Santo Evangelio (1 Cel 32; 2 Cel 216). ¿Y a qué tanto filosofar, discutir, calcular y analizar? ¿Acaso no le bastaba asimilarse el pensamiento de Jesús y hacer del espíritu de Jesús su propio espíritu?... Francisco no pide ningún comentario ni ninguna interpretación que pudieran acortar o restringir el alcance de las enseñanzas de su Maestro y adaptarlas así a su debilidad mediante una moderación que, con ser y todo muy razonable, sería al mismo tiempo irreconciliable con su amor sin medida. Contemplando en el Evangelio las acciones de Jesús, sabe de antemano e implícitamente todo cuanto los doctores enseñan. No se entretiene a escuchar la lectura de las Colaciones de Casiano ni a subir los peldaños de la Scala Paradisi de San Juan Clímaco, libros tan saboreados en la Edad Media. Y no es que San Francisco niegue la utilidad de estos arroyos que derraman la fertilidad en la Iglesia. Pero él prefiere ir derechamente a la fuente pura y al foco de toda santidad, sin pararse en los espejos que reflejan su luz. No necesita aprender de ningún maestro cuáles son los grados de la humildad, de la paciencia, de la obediencia, etc., puesto que ve hasta qué grado Jesús las ha practicado. ¿Y acaso su corazón no le impulsaba a buscar únicamente la mayor semejanza posible con Él, sin preocuparse demasiado de lo que han dicho o hecho los santos de las edades pasadas? Esto no quiere decir que los menospreciara, antes bien, los respetaba y veneraba sus reliquias. Pero convengamos en que, después de todo, sus doctrinas, por luminosas que sean, distan mucho de igualar a las del Divino Maestro. Gustoso hubiera suscrito el Pobrecillo estas palabras del autor de la Imitación: «La doctrina de Jesucristo es más excelente que la de los santos. Me Aburro a veces de leer y oír tantas cosas. En Vos, Señor, encuentro todo cuanto quiero y deseo. Cállense todos los doctores; guarden silencio ante Vos todas las criaturas y habladme Vos solo» (Lib. I, cc. 1 y 3). Por otra parte, suyas son estas palabras dirigidas en cierta ocasión a un hermano que para consolarle en sus aflicciones quería leerle las Sagradas Escrituras: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Por lo anteriormente dicho se ve que San Francisco excluye todo maestro, guía o modelo que no sea Jesús; pero no excluye la vigilancia, el control o la aprobación de la Iglesia, antes la solicita con docilidad, consultando sucesivamente al humilde sacerdote de San Damián, al Obispo de Asís, al Cardenal Juan de San Pablo, a Inocencio III, al Cardenal Hugolino, Honorio III y tantos otros personajes venerables que le rodean y asisten con sus consejos. Véase la Carta de Jacobo de Vitry de 1216. San Francisco no estaba exento del combate espiritual ni de una vigilancia continua sobre vicios e imperfecciones. Él los discierne a maravilla (1 Cel 51), y la lucha entablada contra ellos dura tanto cuanto su vida. Largas y dolorosas fueron las tentaciones que tuvo que sufrir (2 Cel 115; LM 10,3). Los demonios le atormentaban de mil diversas maneras, mas él los ponía en fuga sólo con decir que ellos eran los enviados de la justicia divina para ayudarle a tomar venganza de su cuerpo (2 Cel 120 y 122). Pero más formidable que los demonios le parecía la carne, que él consideraba como el mayor enemigo del hombre (2 Cel 21, 116, 134; 1 R 10, 17, 22). Insistía a menudo sobre esta idea y de ella sacaba consecuencias prácticas, como ayunos frecuentes y rigurosísimas penitencias (LM 5; 2 Cel 21-22), que aseguraron a su alma un dominio indiscutible sobre el cuerpo (1 Cel 97). Pero San Francisco no soñaba en desarraigar los vicios uno a uno para plantar en su lugar una a una las virtudes. La floración de éstas y la extirpación de aquellos se obraba en su alma simultáneamente, y las diversas operaciones de las vías purgativa, iluminativa y unitiva, que el análisis psicológico distingue en el trabajo de la perfección cristiana, las cumplía él con facilidad y alegría de una manera sintética por el solo hecho de buscar únicamente la semejanza con Cristo, de obrar sólo por amor y de que el total renunciamiento de la pobreza, desasiéndolo de todo, le colocaba inmediatamente en el estado de alma, esencial para salir victorioso en los combates. Resumen.- De suerte que el amor de Dios no es solamente el término y la corona de la espiritualidad de San Francisco, sino también el principio y la base de la misma; no es solamente el resultado, el fruto y la recompensa de la victoria lograda sobre sí: es, ante todo y sobre todo, su instrumento. De la vida espiritual de San Francisco de Asís, obra maestra de la gracia divina y triunfo del amor de Dios, se desprende con una claridad y un relieve más sorprendente tal vez que en la de ningún otro santo, esta espiritualidad simplicísima que atribuye a la gracia -y a la oración que nos la obtiene- el puesto principal en la labor de la perfección; que reduce todas las operaciones de la vida interior y toda la estrategia sabia y complicada entre vicios y virtudes a un solo acto, la conquista de la más perfecta semejanza y de la más íntima unión con Cristo por un solo motivo -el más poderoso-: el amor de Dios, y que, finalmente, exige una sola condición para adquirir el amor de Dios, a saber, la plegaria humilde en la meditación habitual de la Pasión de Jesucristo.
Posted on: Fri, 04 Oct 2013 20:02:54 +0000

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