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Muy buen ejemplo (aunque la anécdota prístina se desarrollaba en la Grecia clásica, y el debate finalizaba con la huída del subjetivista derrotado, apenas el realista nada ingenuo exhibía su tan pétreo como contundente instrumento filosófico): la práctica resulta ser siempre, a cierta altura, tarde o temprano, directa o indirectamente, el criterio superior de veracidad: entonces, el problema de la existencia o inexistencia de la realidad -la que por tal, será tendencialmente perceptible de algún modo- no es un problema teórico-lógico, o filosófico-formal; es en esencia y primariamente un problema fundamentalmente práctico. Donde la teoría formalista se rinde, la dialéctica subjetiva, apenas se encarna en la práctica histórico-social, identificada, en unidad estrecha con la dialéctica objetiva, logra expresar a ésta, y se impone, y triunfa. Marx, brillante, lo expresaba concentradamente en su conocidísima “segunda Tesis” sobre Feuerbach: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.” Una acotación necesaria: en el diálogo de la viñeta, Descartes no parece el exponente más acertado como contradictor incidental de Marx. Es cierto que una vez que Descartes introduce al genio maligno se ve obligado a atenderlo, arribando así al dudar de la propia existencia del mundo, internándose de lleno en un callejón sin salida. Para escapar de allí se ve obligado a recurrir al razonamiento circular, aceptando abandonar el método racionalista que se había autoimpuesto, abrazando entonces -ya sin dudar, y en tono fideísta- a un Dios ad hoc desde el cual reconstruir la realidad como creencia. Es verdad que de ese modo queda expuesta y desnuda su incoherencia metodológica, en el fondo surgida de la impotencia de un sistema que pretende sacar el mundo todo del puro razonar, como el mago los conejos de su galera. Pero tras esa falencia filosófica obligada, Descartes pasa a aceptar la realidad objetiva del Universo. Un personaje más adecuado para el caso que nos ocupa sería, digamos, el obispo anglicano Berkeley, o quizá mejor un Gorgias nihilista, escéptico y solipsista “casi, casi” coherente. Porque en definitiva todos ellos buscan tarde o temprano aferrarse a alguna cuerda salvadora, luego que se asoman primero muy confiados al abismo solipsista sólo para, al cabo, aparecer demudados, más o menos aterrados por el monstruo que invocaron y ya no saben controlar, y pasan a deambular después, indecisos y desorientados, al borde del precipicio gnoseológico; señal inequívoca de la esterilidad del idealismo subjetivo, mal que les pese a tantos relativistas extremos –epígonos de los Feyerabend- que hoy se pavonean ufanos en las cátedras de epistemología, sordos por elección a las lecciones del Moro, dictadas tan tempranamente como en 1845…
Posted on: Wed, 03 Jul 2013 04:02:16 +0000

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