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Quieres otra joya que guardo? Aquí va. Leela con detenimiento: contactomagazine/mipapa0418.htm La Revolución de mi Papá JESUS HERNANDEZ CUELLAR Desde siempre hemos sabido que las revoluciones se hacen para resolver graves problemas políticos, sociales y económicos. Todas, buenas o malas, pasan a la historia. Las revoluciones son audaces, temerarias y, sobre todo, dolorosas. Es muy difícil hacer una revolución sin que sus protagonistas puedan evitar un trágico pisoteo de cadáveres. También son sumamente costosas, porque hay que comprar armas, municiones, uniformes, disponer de transporte, combustible, a veces hace falta construir nuevas prisiones, y muchas otras cosas que requieren las revoluciones. En 1959, en Cuba, se hizo una. Por lo general, las revoluciones duran sólo unos días, como los huracanes. La de Cuba no. Cincuenta años después, todavía es una revolución, afirman con vehemencia sus líderes, es decir los que todavía viven. Sus fervientes defensores aseguran que aquella revolución se hizo por muchas razones, pero mayormente para que la sociedad cubana pudiese tener educación y salud pública. Al menos estos dos renglones son los estandartes fundamentales de quienes hablan de la existencia de una revolución en Cuba. Al analizar el tema, punto por punto, he llegado a una conclusión. Admito que es una conclusión controversial e irreverente, pero una conclusión al fin. Mi padre hizo una tremenda revolución, y por lo que he podido observar, nadie se ha percatado de ello. Era un humilde barbero, de aquéllos que trabajaban de 9 de la mañana a la una de la tarde y de tres de la tarde a siete de la noche, de lunes a sábados, con el miércoles de descanso durante la jornada de verano. Ganaba unos 200 pesos mensuales, suma que como sabemos, en la Cuba de los años 50 era igual a 200 dólares. Pues bien, por lo que calculo, mi padre se propuso hacer una revolución para su hijo, una revolución eficiente y barata. Aunque tenía a su alrededor un número notable de escuelas públicas gratuitas para poner a su hijo, decidió matricularlo en una escuela privada. Creía que así garantizaba mejor el futuro de la nueva generación. Puso a su hijo en varias escuelas, la más cara de ellas la encontró en Marianao a pesar de que su vida giraba en torno al Vedado, en La Habana. Exigente el viejo, sin dudas. Pero estaba haciendo una revolución, sólo que aparentemente él no entendía las dimensiones de su gran proyecto. Aquella escuela privada se llamaba Pittman Academy y en ella se enseñaban todas las asignaturas en español por la mañana y en inglés por la tarde. Las maestras, circunspectas y estiradas, vestían unas impecables batas blancas, llamaban a sus alumnos por el apellido y los trataban de usted. A mí me parecía aquello un poco exagerado, pero ese parecer venía de no darme cuenta de que mi viejo estaba haciendo una revolución. ¿El costo de la escuela? Ocho pesos mensuales. Mi madre apoyaba a mi padre en aquellas tareas. Era una hacendosa ama de casa, lo cual quiere decir que sus operaciones revolucionarias se limitaban al hogar y su despliegue de energías, arduo sin dudas, no producía divisas para la economía familiar. De extracción campesina, al igual que mi padre, su sabor en cuanto a los menesteres culinarios era fabuloso, pero no muy variado. A la hora del almuerzo y también en la cena, siempre servía más o menos lo mismo: arroz blanco, frijoles negros, ensalada de lechuga y tomate, bistec de palomilla, agua y de postre dulce de guayaba. Los días más festivos servía fricasé de pollo o congrí. Vamos, que si aquella revolución hubiese ocurrido en la Cuba de hoy, mi madre habría tenido que contratar a dos guardaespaldas para evitar que el pueblo le arrebatara los platos de las manos. Pero la revolución de mi padre no terminó en la Pittman Academy. La insistente amigdalitis de su hijo, lo hizo pensar que un buen revolucionario tenía que garantizar también el punto de la salud, casi a nivel de potencia médica. Entonces fue a la carga, averiguó, estudió el tema y tomó una decisión. Su hijo sería socio de la Fundación Marfán, que se decía entonces que era la clínica pediátrica más importante de América Latina. ¿Por qué no? Al fin y al cabo estaba tratando de garantizar el futuro. ¿El costo de la clínica? Cinco pesos con 50 centavos al mes. Ahora leo que la revolución que ha habido en Cuba, para garantizar la educación y la salud, recibió miles de millones de dólares al año de un país, para colmo desaparecido, que se llamaba la Unión Soviética. Que actualmente debe a las naciones de Occidente más de 10 mil millones de dólares. Que el 20% de la población de Cuba vive en el extranjero. Que hay gente en la cárcel por haber dicho lo que no debía, que otros muchos han sido fusilados, y cosas así. Medito, recuerdo, saco cuentas. Caramba, la revolución de mi papá costaba trece dólares con 50 centavos al mes, para garantizar la educación y la salud de la futura generación. Que yo recuerde, ni mi madre ni yo nunca estuvimos presos, dijéramos lo que dijéramos, en medio de aquel fervor revolucionario de mi viejo. Ni tuvimos que salir al exilio, ni a mí me pareció oportuno nunca agarrar una balsa y lanzarme al río Almendares. Mi hermano sí, la verdad. El era medio disidente y le gustaba superar a mi papá en algunas cosas. Por eso, resolvió el tema de su salud con amplia ventaja frente al viejo. Se hizo socio de la clínica mutualista del Centro Gallego de La Habana y pagaba sólo tres pesos al mes. ¿Para qué mentir? También vivía exiliado..., a unas cuatro cuadras de la casa. Ya era mayor de edad. Volviendo a mi papá, ¡qué injusticia! He leído varios libros de historia, ensayos, análisis, y nada, en ninguno aparece la revolución de mi papá. Me quejaré ante el secretario general de la OEA, y le pediré a Jimmy Carter que tome cartas en el asunto. De paso, trataré de venderle la idea al Centauro del Arauca Vibrador, vamos, a ver si me busco algo con el dueño de los petrodólares venezolanos.
Posted on: Mon, 02 Sep 2013 00:12:47 +0000

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