CAPITULO III LA NINFA DEL HUERTO Una - TopicsExpress



          

CAPITULO III LA NINFA DEL HUERTO Una calurosa mañana, Diego entró en su escritorio, de paredes estucadas y grandes ventanales, rasgando los muros hasta cerca del techo y, con gesto indolente, comenzó a traducir algunas cartas del extranjero. Terminó pasado el mediodía. Sin cambiar su expresión, se quedó observando el salón contiguo, a través de la puerta entreabierta; su padre hablaba con don Sancho y otros vitivinicultores vecinos suyos. De pronto experimentó unas incontenibles ansias de huir de allí aunque sólo fuera por un corto tiempo. Acababa de recibir carta de América de su primo Aníbal y en su mente aun repercutían sus palabras: “Primo, las colonias son hermosas, hay tantas cosas por descubrir. Sus habitantes, sobre todo los nativos, gozan de un espíritu maravilloso. Es un continente vasto y bello, bendecido por Dios, con mujeres de increíble belleza. A ver si te animas a visitarnos y así conocerías a mi nueva familia.” Y sus deseos de seguir viviendo como un despreocupado apátrida sin ataduras, lo iban asaltando cada vez más de manera alarmante, porque si continuaba llevando esa tediosa vida, se transformaría en alguien que no deseaba ser. Abatido empezó a ordenar los papeles. Cuando terminó se puso en pie y cogiendo su sombrero se dirigió hacia la puerta. Tratando de no llamar la atención se mezcló con la gente que merodeaba por las bodegas, escabulléndose por detrás de la explanada en dirección a los establos, ensilló a su caballo y salió al galope hacia los campos internándose en ellos. Después de recorrer la huerta, Diego se detuvo junto a un bosquecillo de naranjos y desmontó. Sin decidirse a nada, sólo a relajar su mente, tomó asiento sobre la hierba y acostándose de espaldas cerró los ojos y se quedó quieto. En esos instantes escuchó voces y risas femeninas; picado por la curiosidad se incorporó y sin hacer ruido apartó unas gruesas ramas y se quedó contemplando a unas huerteras que, en animada conversación, cortaban frutas y hortalizas. En silencio, llevando a Rayo de las bridas, optó por marcharse en dirección contraria. Al llegar a las cercanías de una barraca abandonada, se quedó mirando a una jovencita, de armonioso cuerpo y largo pelo rubio, que salía del huerto con una cesta llena de melocotones y cerezas. Ella al verlo se sobresaltó, y por unos instantes permaneció inmóvil mirándolo con asombro, hizo una reverencia y volvió a mirarlo con audacia. Diego se le acercó; sus párpados se entrecerraron mientras la repasaba lentamente, bajando por el cuello, los hombros hasta la traslúcida falda, después volvió a fijar sus ojos en la cara de la muchachita, observando sus pupilas, de color amarillo, casi como su pelo, notando un resplandor instantáneo, como una llama devoradora, en aquellos extraños ojos que, sin pestañear, seguían sin apartarse de él. En ese momento Diego simulaba mirar la cesta; pero en realidad atisbaba por el escote de la blusa de la jovencita; de pronto tropezó con un voluptuoso ademán tramposamente femenino, que consistía en henchir el pecho dándole el máximo volumen. Mirando goloso sus juveniles senos, Diego, dispuesto a entrar en su juego, se dijo: “Hermosos y tentadores.” –¡Hola!, ¿y tú quién eres? –preguntó al fin. Ella sonrió enigmática. –Soy Trinidad, pero me llaman Trini. El sonido de su voz produjo en Diego un agradable cosquilleo. Acercándose más a ella, observó su rostro, salpicado de pecas y sonrió con placer. –Entonces, te llamaré Trini, me gusta tu nombre –le dijo seductor. –Celebro que le guste, señorito. –¿De dónde eres? Nunca te había visto por aquí. –Usted a mí no, pero yo siempre lo veo. Somos de Medina Sidonia, llegamos aquí hace ocho meses y todos trabajamos para usted; mi madre mi hermana menor y yo en las huertas, y mi padre segando los campos. Hablaba con desenvoltura. –¿Tú, trabajas para mí? –Preguntó él–, ¿Cómo es posible que nunca te haya visto? Una niña tan bella y frágil, no debería trabajar en los campos, tu piel se marchitará. –¿De verdad le parezco bonita, señorito? –preguntó provocativa, sosteniéndole la mirada. –Claro, eres hermosa. Diego estaba maravillado; al contrario de lo que esperaba, la jovencita en ningún momento había bajado los ojos ruborosa, por el contrario, los mantenía fijos en los suyos observándolo con tal desvergüenza que invitaba al pecado. Consciente del hechizo que esa niña provocaba en él, cogió una cereza de la cesta saboreándola con sensual deleite, y rumoreó malicioso: –Exquisita, confieso que agradaría probar el sabor de tus labios, rojos y apetecibles, deben ser igual de dulces que las frutas de tu cesto. Ella se puso roja, pero no bajó la vista. –Señorito, si quiere probarlos, puede hacerlo –rebatió con desparpajo. Diego, aturdido por su respuesta, la contempló en silencio, luchando para evitar la peligrosa tentación, que tan fácil se le presentaba. –¡Niña! No tientes al diablo… –exclamó procurando no sucumbir. La jovencita agudizó su mirada. –¿De verdad es usted un diablo como dicen? –Tengo esa fama –afirmó lacónico, e intentando mostrarse desenfadado, agregó– Pero no todas las cosas que se dicen de mí, son ciertas. –Yo también creo eso –replicó ella riendo coqueta. –Gracias, eres muy considerada. De pronto Diego vaciló un instante, su compostura flaqueaba perdiendo su acostumbrado aplomo frente a una mujer, sintiéndose desarmado. Casi sin darse cuenta, se escuchó diciendo: –Lamento que seas tan niña, si tuvieras unos años más, ya estaría tratando de enamorarte. La joven huertera lo observó muy seria, y volvió a erguirse provocadora. Con indecisa crispación, susurró: –¿Me encuentra usted demasiado niña? Diego la miró; los ojos de ella, a pesar de su inocente aspecto, le parecieron experimentados. –Lamentablemente para mí, sí. Llena de énfasis, ella contestó: –Pues se equivoca usted señorito, tengo casi veinte años, y soy toda una mujer. Él, rió a carcajadas. –¡Tú no tienes los años que dices! ¡Eres una mentirosilla! – Qué malo es usted –replicó la jovencita y sacudiendo su larga melena, con sonrisa coqueta, agregó–: La verdad es que sólo tengo diecisiete, pero me considero una mujer en todo sentido. En los ojos de Diego brillaba una intensa deleitación sensual. –Eso no lo pongo en duda, una mujer muy guapa y esas pecas en tu cara son adorables –su voz había sonado ronca. Estaba fascinado con aquella etérea muchachita de lujuriosa belleza, y a pesar de su decisión de no dejarse arrastrar por sus encantos, se moría de ganas de darle un beso, sobre todo al notar que la jovencita deseaba lo mismo. Subyugado, dio unos pasos hacia ella que, sin parpadear, lo contemplaba en silencio. Diego se quitó el sombrero y la miró observando en los ojos de ella un deleite anticipado que provocaba en su espina dorsal sucesivos estremecimientos. Iba a decir algo, pero en ese momento, se escucharon voces. Diego agitó la cabeza como si saliera de un encantamiento y rápido se apartó de ella; con ademanes nerviosos volvió a colocarse el sombrero, y dando un salto subió a su caballo. Envolviéndola en una intensa mirada, murmuró: –He tenido mucho gusto en conocerte, es probable que pronto nos volvamos a ver, adiós hermosa. Tirando de las bridas de su cabalgadura, picó espuelas. Rayo, emprendió el galope alejándose veloz. Trinidad se quedó sumida en una auténtica desolación. En un instante lo había visto acercarse a ella, hasta casi sentir su aliento, retroceder, trepar a su caballo, y verlo distanciarse hasta perderse por el camino festoneado de adelfas. Furiosa observó al grupo de mujeres que, sin dejar de hablar y reír, siguieron su camino. “Tanto desear encontrármelo y cuando lo tenía a mi merced, por culpa de estas entrometidas, se me ha escapado. Él deseaba besarme, y quizás lo hubiera hecho de no ser por esas mujeres que nos interrumpieron. ¿Lograré que algún día descubra que desde hace meses lo persigo sin que él se entere, de que lo quiero y que por él cometería los mayores pecados? –murmuró con los ojos abnegados de llanto.
Posted on: Mon, 19 Aug 2013 19:12:43 +0000

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