“¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr dÃa y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que rÃe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora? “Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. VeÃa unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas; aquellas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y alegrÃa clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibÃa, cuya belleza palpaba, hacÃa latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes; sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mà que si me hubiese aborrecido. “La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistÃa en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguà en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducÃa. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien habÃa soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decÃan. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho: ‘Carolina mÃa, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame sólo a mÃ, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacÃes cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huÃa de mà y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galanterÃa. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba. “Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalÃas aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondÃ: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sà los tengo y los va usted a ver.’ El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes.’ “Sentà al escuchar estas palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimÃa la garganta.
Posted on: Sun, 07 Jul 2013 02:00:50 +0000
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