―¿Cómo murió? ―Di un caliente sorbo. ―Y yo que sé, - TopicsExpress



          

―¿Cómo murió? ―Di un caliente sorbo. ―Y yo que sé, chico. ¿Te crees que me sé la historia de todo fiambre que viene a parar aquí? Ahogué mi respuesta. Hubo que cepillarle los dientes a aquel tipo. Parecía que hubiera devorado litros y litros de mostaza con tropezones. Tenía bigote a lo Fu Manchú. El bigote a lo Fu Manchú fue convenientemente cepillado y peinado. Tenía la impresión de que le habíamos dado cuidados a ése tipo como no se los habían dado en la vida. Apestaba a panadería de barrio. ―¿Puedo fumar? ―Por Dios, Abraham, ¡qué vicio! ―Lo digo por el olor. ―No te preocupes, anda. Le echamos un poco de Ajax pino antes de despacharlo y fuera. Sórdido. En mi mente se materializaron miles de muertos enterrados y con olor a mueble. Era la mejor metáfora sobre la vida después de la muerte que había visto y olido jamás. ―¿Seguro? ―Seguro. ―¿Tienes un cenicero por aquí? ―Joder… ¡joder! Abraham, chico, estoy intentándole cepillar los dientes a este maldito desgraciado, podrías… ¿podrías cerrar la puta boca? ―Vamos a ver, Jacob, tranquilízate. ¿Dónde quieres que eche las cenizas si no? ¿En la boca de éste tío? ¿Quieres que use la boca de éste pobre hombre como cenicero? ―Te voy a matar. ―Ya. ―Mira, chico, echa esas jodidas cenizas donde te venga en gana. ―¿Seguro? ―Seguro. A “Fu Manchú” hubo que encajarle una XL, montándosela como si se tratase de ponerle un top a un yunque. Complicado de pelotas el asunto, estuvo a punto de caérsenos unas cuantas veces de la camilla. Con la camisa y la chaqueta hubo que tirarse un buen rato. Afuera llovía. Tuvimos incluso que tomarnos otra taza de café entre medias. No fue hasta mucho después, en el momento en que le fuimos a poner los pantalones, cuando LO VÍ. ―Oye, Jacob… ¿No tiene algo metido por el culo? ―¿Qué? ―Sí, en el culo… mira… gíralo otra vez. Le dimos la vuelta, tumbándolo de nuestro lado en la camilla. ―Qué dices, chico. ―Te lo juro. Míralo bien. Jacob torció la cabeza. Estaba bien claro que ninguno de los dos queríamos escrutar ése ojete más de lo necesario. ―Chico, a ti se te han subido las pestes mortuorias a la cabeza. Sal afuera, anda. Sal afuera y que te dé el aire. Yo no iba a salir afuera, por supuesto que no. Estaba lloviendo. Aparte de que estaba seguro de que al tipo se le asomaba el rabillo de algo por el ano. ―Mira, Jacob, te lo voy a demostrar. Entonces alargué la mano hasta la nalga de Fu Manchú. Jacob empezó a ponerse histérico. ―Por Dios, ¡Por Dios! Ni se te ocurra meter esa mano ahí, ¿me oyes? Le miré. ―Abraham, ¡Abraham Delathomb, sé lo que estás pensando! Como lo hagas, vomito aquí mismo. ¡Aquí! ¡Chico, chico! ¡Que vomito, ¿eh?! Pero no le di tiempo a hacerlo. Con la punta de los dedos y los minúsculos guantes de látex especiales de Pandora oprimiéndome las manos, cogí la puntita de lo que quiera que fuera eso y tiré de golpe. Fue repulsivo, he de reconocerlo. Sonó como a globo lleno de harina desinflándose poco a poco. Visto así, no suena tan repugnante pero claro, enmarcado en el contexto se entiende el símil de otra manera mucho más macabra. El estómago, como que se le contrajo un poco. Eso sí que fue retorcido. ―Dios. Dios. ¡Dios! ¡Joder! ¡Jo-der! Chico, ¡Chico! Entre medias de todas aquellas palabras Jacob hizo unos ruidos de arcada muy poco propios de un estómago tan hecho a la muerte como el suyo. Pensar que algo así podía ponerle en jaque tiraba su reputación por los suelos de aquel sucio y macabro taller. Jacob Carlina, maquillador de cadáveres, artesano de La Muerte. Dejé que mis dedos colgasen lo que quiera que fuera aquello. Era como una especie de bolsa transparente cerrada herméticamente. Lo de transparente era relativo, porque tenía evidentes señales fruto del receptáculo del que procedía. Olía a pedo del diablo. Si los restos fecales en sí de un vivo huelen literalmente a mierda, no hace falta meditar en exceso para imaginar cómo han de oler los de alguien que ya no tiene un alma reprimiendo sus más brutales y obscenos descuidos. Literalmente estábamos auscultando y removiendo las entrañas del fantasma de aquel tipo. De Fu Manchú, el cadáver del tipo gordo con una bolsa de plástico metida por el culo. ―Tiene algo dentro. ―Dios, ¡DIOS! Oh, joder… Ostias… Dios… Por favor… ―Mira, tiene algo dentro. ―Jo…joder… Dios… Tantos años con esto chico, y nunca… nunca… Oh joder, virgen santísima, ¡cielo de mi vida! ―Vamos a abrirla. ―¿Estás loco? ―Vamos a abrirla te digo, Jacob. Tiene algo dentro, ¿ves? Se la acerqué pero rehuyó mi sugerencia de chequeo, echándose para atrás como si aquello fuera un imán de carga positiva y él estuviera lleno hasta los topes de carga negativa. Casi provoca un terremoto en una de las estanterías que adornaban las lúgubres paredes de su taller, llenas hasta los topes de los más diversos artilugios para disfrazar a los muertos de vivos. ―¡Aparta esa cosa de mí! ¡Joder, Abraham! ¡Se lo acabas de sacar del puto culo a un cadáver! ¡A un jodido muerto! Entonces, en un arrebato, tiré la bolsa sobre un carrito blanco de metal que Jacob tenía allí puesto para trasladar utensilios. Sonó un tintineo delator que, a la fuerza, me dio la razón de manera evidente. Había algo dentro de aquella bolsa anal, no cabía duda. Y Jacob debió de darse cuenta de ello, pues a lo poco de tintinear aquella bolsa contra el carrito, su impresión fue siendo conquistada por la curiosidad y cambió el semblante de manera radical. Se acercó poco a poco. ―Acércame la linterna. Se la acerqué. Tocó con un dedo la bolsa, mientras la encañonaba con la diminuta linterna. Nada sucedió. Ya ves, afuera lloviendo, y nosotros dos, enfundados en blancas batas metiéndole mano a aquella bolsa que le acabábamos de sacar del culo al cadáver del recién fallecido gemelo perdido de Fu Manchú. Era una situación tan absurda que podía llegar a ser hasta satánica. ―Ábrela. ―Chico, ni de coña. ¿Y si está vivo? ―¿Está vivo el qué, Jacob? ―estaba bastante crispado con su pudorosa reacción― Por Dios, deja de decir chorradas. Esa bolsa acaba de salir del trasero de un fiambre. Si hay algún bicho que pueda sobrevivir encerrado Dios sabe cuánto tiempo en una bolsa hermética dentro del culo de alguien, o mejor dicho; si existe alguna persona que acepte a meterse una bolsa por el culo con animales vivos dentro, por favor, me gustaría conocerla. Masticó las palabras, con su oscilante mandíbula encuadrada en aquellas barbas semitas. Pareció quedar convencido, se hizo con la navaja de su abuelo que usaba para afeitar a los muertos y le practicó un corte perfecto a la bolsa, que pareció desinflarse. Sin pensarlo dos veces, metí las manos por las tripas de aquel plástico y saqué uno de los objetos blanquecinos de forma ovoidea que había dentro. Debía de haber unos cinco o seis. Lo sopesé en mi mano. Era duro, sólido. Jacob me cogió del brazo, lo asió arriba al aire y apuntó con su linterna a aquel objeto, que descansaba en mi sucia mano. ―Es… ―¿Una hueva? ―No puede ser. ―Déjamela un momento, chico. ―Espera. ―Quita, hombre ―dijo Jacob, que ahora deseaba el objeto con una fuerza tal, que nadie diría que hace escasos minutos estuvo a un meñique de morirse del asco por su culpa― Déjamelo, ¡déjamelo! Lo escrutó esta vez, obsesivamente cerca. Entonces, de repente, dobló con ambas manos el objeto que crujió ostentosamente, y dejó caer sobre un rincón de la camilla su contenido. Era farlopa, no había duda. Los polvillos de coca se amontonaban formando una diminuta montaña hasta quedar vacía la hueva. Inmediatamente, y sin mediar palabra, nuestras miradas se dirigieron al unísono hacia la bolsa, que descansaba recién destripada sobre el carrito. ―¿Cuántas hay? Jacob ya las estaba contando, ni falta hacía que se lo hubiera preguntado. ―Seis. ―¿En serio? ―Una, dos, tres… seis. Sí. Seis huevas enteras. Entonces, a continuación, se sucedió un silencio gigante, enorme. Afuera las lluvias golpeaban el techo, las paredes y la puerta como nunca jamás lo habían hecho antes. Como si quisieran entrar a la fuerza para enterarse de aquel culebrón. Jacob y yo seguíamos con la mirada fija en aquella montaña de cocaína que había sobre el rincón de la camilla, con el cadáver del que fuera el cofre (anal) del tesoro de aquella misma farlopa hasta hace escasos minutos. ―Voy a llamar ―dijo por fin Jacob. ―¿A quién? ―¿Cómo que a quién, Abraham? Pues a quien quiera que fuera el familiar que solicitó nuestros servicios, chico. ¿A quién si no? ¿A Dios? ¿A Satán? ¿Se meten ellos cocaína por el culo? Yo estaba seguro de que así era, pero decidí que era mejor no decir nada. Cuando Jacob se incendiaba era mejor no intervenir. Él era su propio bombero, tan sólo había que dejarle tiempo. Se introdujo en el diminuto cuarto al lado del taller y removió hojas durante unos cuantos minutos, soltando varias maldiciones entre maldiciones para demostrarme a mí y a aquel montón de inertes folios, lo cabreado que estaba. La utilidad de esa demostración era, por supuesto, nula. Mientras tanto yo seguía ahí, tratando de imaginar no ya sólo las causas de la muerte de Fu Manchú, si no de intentar averiguar por qué demonios ése tío se habría metido siete huevas de nieve en el trasero. Ser maquillador de cadáveres me parecía, a la legua, un trabajo de los más entretenidos del mundo. Mucho más que el mío, sin duda. Daba cabida a la imaginación. Se oyó el ruido de un teléfono siendo descolgado. Jacob entró en acción, con su formalismo echando por tierra su violenta personalidad. ―Si… buenas… ¿la señorita Yimonoro? Sí. Sí. ¿Cómo está? Vera le llam… ¿Sí? No me diga… Ya. Ya. Ahá. Bueno, qué me va a contar, lo tengo delante en la camilla ahora mismo… Ya. No, no me hace gracia. Ahá. No era mi intención. ¿Cómo? Está bien… lo lamento. Sí. Sí. Oiga… Ya. Entiendo. Oiga, señorita Yimonoro, perdone que la interrumpa, pero precisamente es de su marido de lo que quería hablarle. Ahá. Ya. Digamos… digamos, señorita Yimonoro, que preferiría que se acercase usted misma. Ahá. ¿Quince minutos? Perfecto. Ahá. Sí. No, lo lamento. No. No. De veras, preferiría contárselo en persona. Ahá. Sí. Hasta ahora, señorita Yimonoro. No. No, de veras. Para nada. Hasta ahora, sí. Hasta ahora. Colgó. Respiró fuertemente. Luego se asomó al marco de la puerta. ―Necesito un café, chico. ―¿Vamos a dejar todo esto así? ―Señalé a la montaña de azúcar. ―No, tienes razón. No quiero mierdas de esas en mi taller. ―Podríamos sacar una tajada de eso. Lo meditó durante unos instantes. Hasta pareció convencerle el asunto. Pero no resultó. Quizás era demasiado pensar en sacarnos una pasta en beneficio de unas huevas encontradas en el culo de un cadáver. La ética, la moral y sus desventajas. ―Chico, ni de coña. Limpiamos el cotarro. Toda esa coca acabó en la basura. Subimos a por aquel café. Miramos por la ventana, a las gotas de lluvia. Estábamos nerviosos de la ostia, pero lo disimulamos lo suficientemente bien como para que, aun sabiéndolo ambos, no se notase en absoluto. Casi nos matamos por las escaleras que daban a la puerta del despachito de la Funeraria Carlina cuando sonó el timbre. Jacob abrió la puerta. No era la lluvia. Tras el umbral, una señora más breve que una coma, nos miraba con ojos desafiantes. Tenía la tez oscura, ojos rasgados y cara de cabreo continuo. La cosa se ponía interesante. Jacob la hizo pasar y la invitó a sentarse al otro lado del escritorio desde el que despachaba a los clientes. Yo me senté a ese lado, con Jacob, a salvo de aquella mujer. Alrededor, estaba todo lleno de una cuidada decoración minimalista (toda la que una familia como la de Jacob, humilde, podía adquirir) y sonaba un hilo musical de fondo con aires tranquilizadores. Imagino que, con música fuerte, no se venden las funerarias. El día que todos aquellos futuros clientes murieran por fin y descubriesen que todo lo que se decía del otro lado era mentira; sería demasiado tarde ya para pedir una hoja de reclamaciones a los Carlina. ―Señora Yimonoro ―Jacob abrazó una mano con la otra, en un gesto comprensivo, intentando hallar la manera de confesarle a aquella breve mujer que habíamos encontrado mandanga metida en el culo de su marido.― hemos encontrado… (Se aclaró la voz)… como lo diría… ―Hemos encontrado algo en el culo de su marido ―aclaré yo que, enfundado en la bata, ya me sentía completamente comprometido con la causa y el negocio. La mujer permaneció inmutable. Como si fuera completamente normal encontrar cosas dentro del culo de la gente. Intentamos profundizar en el asunto, a ver si soltaba prenda. Jacob atacó de nuevo. ―Algo… sospechoso. ¿Entiende? Nada. No conseguíamos ni que frunciese el ceño. ―Hemos hallado cierto objeto sospechoso dentro del culo de su marido. ―Objetos ―corregí. ―Sí… (carraspeó) … objetos. Hemos encontrado cierto material dentro del culo de su marido que roza la… ilegalidad. ―Exacto. ―¿Tiene usted idea, señorita Yimonoro, acerca de lo que le estamos hablando? Pusimos nuestra mejor cara de interrogante. La tipa, por fin, pareció ceder. Suspiró, como si hubiera disimulado todo este tiempo, y puso una cara de alarma que nos dejó sáxeos a ambos. ―Tenemos que llevar a cementerio. ―¿Cómo? (Yo) ―¿Qué quiere decir, señorita Yimonoro? ―intervino Jacob, callándome con la mano. ―Tenemos que enterrar. Rápido. ―¿A su marido? ―Sí. ―Pero, señora Yimonoro, ¿usted ha entendido lo que le hemos dicho? ―Sí, sí. Cocaína. ¡Cocaína! Nosotros ahora enterrar rápido antes de que vengan. Corra. ¡Vamos! ―¿De que vengan? ¿De que venga quién, señora Yimonoro? ―Ellos. ―¿Ellos? Yo estaba en la silla casi maniatado por una fuerza invisible. Sudaba por todas partes. Quién iba a decir que del culo de aquel gordo iba a salir algo tan turbio. ―Familia Morena. Peligrosos. Si enteran de que droga aquí, matar. Pium, pium. Escenificó estas dos últimas onomatopeyas con sus dedos en forma de pistola, lo que habría resultado, en cualquier otro contexto, patético e irrisorio. Por desgracia, sabiendo que se refería a nosotros como objetivo de pistolas reales, no nos hizo, literalmente, ni puta gracia. Jacob entró en crisis. Y yo, en parte, también. Yo quería suicidarme, no morir a manos de un grupo de mafiosos de los barrios bajos. Lo que me faltaba ya. ―Rápido ―continuó la ahora incalmable señora―. Yo coche fuera. Vosotros meter. Rápido. Jacob se levantó de la silla como si lo estuviera deseando. Como si le ardiera el trasero. Se movió nervioso por la habitación como una mosca encerrada en un saco de patatas. No se lo pensó ni dos veces. Lo siguiente que recuerdo es estar metiendo el cadáver de aquel malnacido dentro del coche de la señora Yimonoro. Tardamos dos minutos en envolverlo en bolsas de basura y fuimos totalmente incapaces de encajarlo en el maletero. Era físicamente imposible esconder a aquel gordo, por muy muerto que estuviera, en el maletero de un Seat 133. Con la lluvia castigando nuestras impúdicas acciones, estábamos intentando apretujar a aquel tipo contra lo que habría sido el maletero de su coche, mientras Jacob no podía dejar de mascullar y de echar furtivas miradas a las esquinas de la calle prácticamente al segundo. De no ser porque estábamos en una minúscula bocacalle al lado de la funeraria, estoy seguro de que una masa de curiosos ya nos habría delatado. Era imposible. Jacob estaba a punto de entrar en una profunda crisis y aquella incorruptible señora que asistía como dos tipos como nosotros en bata intentaban encajar el cuerpo de su marido semidesnudo e introducido en bolsas de basura para disimular lo que (camuflado o no) a simple vista era más que evidente; yo estaba a punto de contagiarme de la locura colectiva y de tirar mi calma por la borda. Pero segundos antes de que esto sucediera, la solución vino, y vino de parte de la señora. ―Poner en asiento. ―¿Cómo? ―Poner en asiento. Aquí ―señaló al asiento del copiloto. Jacob estuvo a punto de derrumbarse, ahí mismo. Yo estaba esperando que en cualquier momento le empezase a salir espuma por la boca. ―Vamos a ver, señora, si pretende pasar desapercibida por una de las carreteras troncales de Madrid acompañada de un cadáver embutido en bolsas de basura en el asiento del copiloto, usted debe de est… ―Quitar bolsas. ¡Quitar! Quitamos las bolsas. No entendíamos nada. Una vez más, estábamos desde dónde todo había empezado. Aquel cadáver tirado en el marco de la puerta de la Salida de Emergencia, como si fuera un buñuelo de huesos derretidos. Seguía lloviendo. Jacob estaba delimitando su cordura, al borde del abismo. Era algo que se respiraba en el ambiente, la demencia pura. ―Poner. Poner en asiento. Aupamos una vez más a Fu Manchú, cuyo cadáver había sido ya tan vapuleado que, de existir la jerarquía de la reencarnación, estoy seguro de que Dios le habría condenado a volver a vida en forma de ácaro del polvo. Y eso, siendo generosos. Si el respeto a los muertos fuera una ley mundial, ya nos habrían condenado a la pena capital hacía media hora larga. Le sentamos en el asiento del copiloto, cosa que no fue sencilla, pues su macilento cuerpo sin vida se retrotraía como un calcetín dado la vuelta, como si aquel muerto quisiera abrazarse a sí mismo, compadeciéndose de su cómico sino, por última vez. Una vez recto, Jacob salió disparado hacia el taller excusándose un momento. Volvió en cero coma, portando entre sus brazos un botecito de super glue y una gorra roja del Port Aventura. Yo al principio desconocía de sus propósitos, pero se abalanzó enseguida sobre el hombre muerto y se puso manos a la obra. Con el super glue le fijó los ojos en un santiamén. Cerramos su puerta y, encaramándonos desde el otro asiento, lo apoyamos sobre su propia ventanilla como para fingir un sueño esporádico dentro del coche y le encajamos aquella ridícula gorra roja sobre la coronilla. Éramos unos manitas. Fue, en ése momento, cuando cerramos las puertas y, los tres (aquella señora minúscula y redonda, Jacob y yo) nos quedamos quietos bajo la lluvia observando aquel cadáver completamente mancillado, semidesnudo, dormido a la fuerza y con una gorra del Port Aventura; fue en ése momento cuando me di cuenta de que íbamos a ir al infierno. Aquel crimen contra la moral, la decencia y el orden público, podía ser disimulado a ojos de las personas pero satán jamás pasaría por alto semejante obra de arte y colofón de la obscenidad más retorcida. Una vez hubimos despachado el cadáver de aquel tipo dentro del coche de su esposa, aquel raquítico Seat 133, cuando conseguí incorporarme después del primer ataque de risa y por fin cerramos la puerta trasera para resguardarnos dentro de las paredes de la funeraria, a salvo de los muertos y de los peligrosos dejavús de su vida; fui a hacer café. Un buen café. Nos habíamos ganado un par de entradas al infierno. Y eso había que celebrarlo. Claro que no fue muy lejos. No volveríamos a verla hasta tres días después cuando, casualidades de la vida, su propio cuerpo fue despachado a la Funeraria de Jacob, con unas prominentes heridas de bala en, prácticamente, cada centímetro de su raquítico cuerpo. Viéndola ahí, sobre la camilla, parecía aún más fría e impasible de lo que había sido. Jamás supimos que pelotas habría pasado con aquel tipo.
Posted on: Mon, 02 Sep 2013 22:50:35 +0000

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