ENSAYO SOBRE “POETA EN NUEVA YORK” JUNTO CON UNA VISIÓN O - TopicsExpress



          

ENSAYO SOBRE “POETA EN NUEVA YORK” JUNTO CON UNA VISIÓN O ANÁLISIS POÉTICO DE LA CIUDAD DE LOS RACACIELOS EN LA TERRIBLE COYUNTURA SOCIO-HISTORICA DE 1929. En 1929 un Federico García Lorca desmoralizado y desorientado por una crisis sentimental y artística decide emprender rumbo a la ciudad de Nueva York, animado e inducido por varios de sus amigos más allegados. Allí ingresa en la prestigiosa universidad de Columbia, una de las más antiguas de los Estados Unidos, con el propósito de afianzar los estudios y de aprender idiomas. Al llegar a la “gran manzana neoyorquina” el panorama social del mal entendido progreso o la degradada civilización, que convertía a los seres humanos en autómatas, en simples apéndices de las mismas máquinas, que encadenaba o hacía esclava a la misma voluntad natural del hombre, en Nueva York presentaba un escenario y unas proporciones dantescas. Todo ello se agravó aun más con el Crac financiero, con consecuencias dramáticas. Una vez más el caprichoso azar o el destino infalible de un poeta predestinado, puso sobre éste la cruda realidad de la desafección humana, del hombre que hace de su espalda, de su derecha, y de su izquierda telón de agujas, por donde nunca impartir una tibia mirada de un nimio rabillo de ojo. El patetismo de una sociedad abocada al fracaso; y ésta es una vez más la misión del poeta, hacer de médium transmisor, de cantar la realidad hasta la extenuación, hasta el delirio, hasta que su sangre o palabra rediman, en terribles versos, que ya no son poemas sino dolor intrínseco, huesos arrancados de su anatomía. Y se duele el poeta, como el mismo sol se duele al ver sus rayos quebrar por el sueño de una despótica tarde. La realidad es forjada a base de candente acero ante los ojos de García Lorca, y la ciudad de Nueva York se abre ante él como nuevo paradigma del misterio y del drama lorquiano. Esa visión apocalíptica de la ciudad por excelencia, durante su estancia, se recoge en uno de sus libros, que el poeta llamó inicialmente “Poema de Nueva York” o “Poema Neoyorquino” Este poema lo entiendo yo como un documento histórico-cultural de gran valor, en una etapa de gran crisis social y económica. Es un diálogo entre el corazón del poeta y la ciudad neoyorquina, y este diálogo se apoya principalmente en la sociedad de los negros, de ella toma el poemario ritmo, musicalidad, de ella toma el difícil sigma telúrico, puente y raíz, la concomitancia natural con la tierra, que extrañamente podía haber sacado de una ciudad que construye gigantescas torres que compiten con el cielo o quiere condenar al olvido a las montañas. Estas son las impresiones que recoge García Lorca, impresiones sobre Nueva York a pie de lírica, poemática sobre la cruel realidad de la ciudad norteamericana, en el monstruoso pinchazo de la maquinaria numérica y endiablada del Wall Street de 1929 que dio origen a la gran depresión. En medio de todo ello subyace con arrojo el mundo de los negros, la temática negra, carne y sangre del poema neoyorquino, su encarnación humana. Se trata de un colectivo que vaga arrastrado a una civilización que la enajena de su raíz espiritual y geográfica. Éste sería el más cristalino y acertado guión de su libro. Lorca no ha querido hacer una narración de la ciudad desde fuera, desde una barrera lo suficientemente sólida como para no verse demasiado imbuido en su poderosa tela de araña, demasiado asfixiante para la vida y el vuelo de un poeta, para eso ya tiene las correosas crónicas de su tiempo, sino ha querido meterse dentro, rondar su corazón, su geometría humana; no es lo suyo una descripción superficial, dulcificada y ágil con un plasticismo de palabra en la mejilla, o con un tono exaltado de epopeya de chistera y sombrero maravilloso. El poeta oye el latido de la ciudad, su pulso, y le siente poderosa angustia y desolación, ya desde las mismas puertas; es decir la proyección del poema es lírica y no es descriptiva, como ya verifiqué antes, y como el mismo García Lorca aseguraba. El poema “La aurora” es la revelación de todo el libro. Es el “salmo operístico” que vertebra a todo el ofertorio poemático de la la obra. En él la sugestión del poeta es violenta y decidida; es una radiografía, a piel cercenada, de la realidad, y ésta ha de ser verosímil y estricta, que la diga tal cual es, por muy torturadora que sea para el alma del poeta. “La aurora viene y nadie se percata de ello” porque la luz ya nada más puede penetrar por sus ascensores o por la palanca fría, donde apenas le queda un palmo de terreno, porque a la sombra, elevada como un toldo siniestro, no hay quién la visite. En la indiferencia por la aurora se resume el pernicioso mal hábito de la insalubridad ética que acarrea el “mal entendido progreso” los vicios de la civilización a ultranza. Quizás el poema se propague por toda la obra como una insinuada profecía, que advierte de la inminente catástrofe que se avecina, algo que empieza a ocurrir ya en el mismo poema; la sociedad quiere sustituir a la misma naturaleza, o inhibirla con su sinuosa arquitectura metálica, con sus grandiosos puentes de forja, o con las nieblas usurpadoras, que extienden sus formas oscuras y lacónicas, sus cuerpos extraños que no humedecen. El hombre vive allí de la posesión a la que lo somete la máquina. Su vida es sometida a un “mal entendido progreso” El progreso es verdadero y beneficioso siempre que sea equitativo, igualitario, y ayude a proporcionar la felicidad a la mayoría, y no sirva nada más que para el mero enriquecimiento de unas pocas personas. Éste debe ser también sostenible y respetuoso con la naturaleza. El “mal entendido progreso” por otra parte, no traerá consigo el verdadero bienestar ni la verdadera felicidad, al contrario, llevará a los seres humanos a una insana competencia, atroz, desde el mismo instante de nacer, a una devoción nauseabunda por el número y la esfera metálica, y esto ocurre porque se incita a las personas a ser meras piezas de consumo, a llevar sobre la tapiada frente un número o etiqueta, gravadas a fuego y azufre, y ellas van, como servidumbre de abejas eufóricas que profetizan los ricos panales, a los prados sin entorno, sin darse cuenta que tienen el pan servido sobre la mesa. Estos “prados sin entornos” son el hábitat de las grandes ciudades, y aquí volarán por las esquinas, abejas zombis sin un bocado de flor, que ansía la colmena vertical, la que ha sustituido el cuello encarnado de la rosa por una cólera de cristales. Lorca insinúa en su libro una penosa guerra, que más se convierte en una cohabitación hasta el paroxismo entre la naturaleza y la arquitectura mega-urbana. Los enormes edificios se levantan de la burda estupidez, con sus grandiosas placas lumínicas, tan elevadas que parecieran clavar una estrella en el cielo, en cada guiño que difunde luces. La ciudad pareciera en los versos de Lorca dar el gran asalto al cielo, con su emblemática estatura. La naturaleza allí apenas puede mirarse en su espejo, apenas se le reconoce, no tiene ningún matiz con qué identificarla. Las únicas brisas que corren son las que salen de las bocas de los perros tristes, en un raro desvelo, y ellas salen a través de un hueco alojado en la mordaza; o la que sale de los ojos entornados de los negros, brisa súbita que si asciende es como paloma rota, o atravesada por el humo, que intenta el mar, el cielo, pero obtiene la norma fría de una ventana; la misma ventana que ignora a la luna, porque su rara pirámide la ha condenado al pozo de sus sombras, o a la herida que le provoca un ejército de tapias, y a la triste y deshonrosa profanación; está así la luna condenada a no nacer. Pero la naturaleza lucha con una batalla de silencio. Los elementos naturales desean redimir o neutralizar las enormes moles de cemento, pero estas las evaden. Pero el poeta no se amedranta ante tales estados de cosas y desea echar un pulso a la ciudad de Nueva York, aminorarla con su palabra poética, por ello, no huye sino que empeña su sueño y su sangre en ella. Hay un rumor que llega sin violines de los barrios, el olor a asesinato, las viejas rencillas, el lúbrico rombo de cieno y alquitrán que sale disparado de los túneles de hierro o las alcantarillas de Hamlet. Pero aun así, Lorca afirma que los negros son lo más delicado y espiritual de Norteamérica, y que ellos tienen vendas para sus heridas y canciones que rebozan el vaso de la sed espiritual que ostenta ese país. Con esta afirmación opone la raza negra al mal entendido obcecado progreso, la espiral desenfrenada y perniciosa de la maquinaria, que crea esclavos comunes e impersonales, desafectos de sus sombras. Hay pues una naturaleza escindida en los negros, pero su canto, no atendido, puede ser todavía balsa que rescate al corazón humano, enajenado en aguas de ciénaga que produce la misma encolerizada civilización. “El hombre que canta es feliz porque llega a conocerse” y ese es el papel y la dulce religión de la raza negra de la Norteamérica de los años veinte y treinta del siglo pasado. El contraste de dos mundos antagónicos era allí brutal, antagonismo que subyace entre la geografía arquitectónica y humana. Uno de estos dos mundos tenía como centro de operaciones a Wall Street y el otro al Harlem, patria de la espiritualidad negra. Pero para el poeta lo triste y lo infeliz no se encontraba en el Harlem sino en la “gran casa fría de las espesas finanzas” allí los sueños se sustituyen por números, y nadie se percata de la noche, porque el sueño y la imaginación está reñido con un dorado fulgor de vasijas llenas. García Lorca si se percató del escenario de muerte y de destrucción que llevaba aparejado todo ese enorme templo mercader, poco balsámico para el espíritu del hombre esencial. El famoso Crac del 29 había llegado, el terrible “jueves negro” puerta negra de entrada a “la gran depresión” El ocaso se había hecho efectivo, y el grito y la desesperación buscaban una mínima gota de mar para bucear, cuerpo y alma, por una armonía, pero no hay armonía posible cuando un cielo que no existe se resquebraja, sin poder nadie recomponer sus pedazos, y ante todo eso la única armonía posible era la de la muerte. Montones de suicidios, cuerpos como ramas, que jamás fueron árboles, se sembraron en las calles, sin ni siquiera una piadosa mirada, una seca voluntad de reconocerlos como muertos. La maquinaria inhumana se había quitado la engañosa careta de trigo fresco que la envolvía. El “mal entendido progreso” se desenfundó de su lumínico caparazón, ya no podía alimentarlo más, ya no podía untarlo con diáfana cera, con maquillajes grasientos. Era el rostro exacto, insoportable, de la máquina que promete a los hombres, pero con el deshonroso canon de la esclavitud, del sometimiento, de la nula imaginación, y los aboca a una infelicidad, a la oscura futurología del amarillo deseo, a la vela impaciente y enfermiza, a la turbadora misión de no conocer la esperanza. Federico García Lorca asistió, por el caprichoso destino o azar, a todos estos terribles acontecimientos de este cao financiero que, unido a la impresión general causada por la ciudad, recoge en su tremendo y desesperado “Poema de Nueva York” Antonio Berlanga (Ensayo sobre “Poeta en Nueva York” junto con una visión o análisis poético de la ciudad neoyorquina en la terrible coyuntura socio-histórica de 1929)
Posted on: Mon, 12 Aug 2013 18:08:54 +0000

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